Capítulo único

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Hace incontables milenios, existió una época gloriosa, sin comparación. Muchos suelen llamarla «Edad de Oro», otros, «Era de la Iluminación», y algunos «Jardín de Edén». Independientemente del nombre; todos hacen alusión a una misma época: una en donde la perfección abarcaba los confines de la tierra.

Sí, perfección. En todo sentido. Desde la planta del pie, hasta la coronilla de la cabeza, todos sentían el vigor y la energía recorriendo su ser. Nadie tenía miedo al dolor, porque no existía. El cansancio no les preocupaba, porque su vida era calma y quieta. Y no tenían terror a la muerte, pues poseían el don de la inmortalidad y juventud eterna.

En aquel entonces, convivir entre parientes, —lo que incluía tener vínculos y relaciones amorosas con ellos— y tener ascendencias era lo más normal del mundo, pues eso indicaba el comienzo de cada quien.

Pero existían tres personas en la tierra en donde el caso era totalmente distinto. No tenían antepasados ni familiares inmediatos. Nadie sabía con certeza cuándo o cómo llegaron allí, y ni siquiera ellos aclaraban el enigma.

Muchos decían que las fuerzas de la naturaleza y la madre tierra se combinaron y formaron al humano. Otros, que los astros y energías cósmicas se agruparon a fin de formar una nueva estrella, pero el resultado fueron individuos de carne y hueso, confinados al «Planeta Azul» por ser el único sitio donde podían sobrevivir. Otros atribuían sus principios a la casualidad y la suerte, algo surgido de la nada. Y otros simplemente lo consideraban un misterio que nunca sería resuelto, al menos, por el momento.

En fin, volviendo al caso, el primer hombre en pisar la tierra era un adonis en todo sentido. Piel atezada, un bronceado que iba perfectamente con su fornido cuerpo. Brillantes ojos verdes, hipnotizaban a cualquiera. Sonrisa seductora y personalidad vivaz. Y un cabello tan negro como la noche más penumbrosa, alborotado en una mata de cabellos rebelde, pero atractiva.

La primera mujer no se quedó atrás. Cuerpo escultural, piernas torneadas, busto voluptuoso y cintura diminuta. Su cabello caía como una cortina espesa y escarlata sobre sus hombros y espalda, aunque un pequeño mechón rebelde de tono castaño siempre se escapaba por su frente. Sus ojos añiles, tan azules y profundos como el basto mar. Y con la piel más alba e inmaculada que se pudiera apreciar.

Estos se convirtieron en la primera pareja humana, responsables de engendrar y multiplicar el número de individuos sobre la tierra.

Y el tercero, dotado con gran conocimiento y sabiduría, se convirtió Guardián Maestro del pueblo. Educaba a todos en lo que se decía «La Filosofía de la Vida». Les enseñó a los hombres técnicas de cuidado y cultivo para los campos, y a las mujeres a hilar y tejer espléndidas prendas para vestir y adornar a todos.

También los ponía al tanto de sus sentimientos. Dado que solo había perfección, no existían deseos malignos. Más bien, florecían ampliamente la felicidad, la paciencia, amabilidad, la amistad... Les enseñaba como manifestar estas cualidades de diversas maneras, perpetuando la paz sobre la Tierra.

También existía un sentimiento que, si bien era poco común, era uno de los más verdaderos y sinceros. Uno que nacía sin previo aviso, de la nada, y sin preferencias.

En esos casos, cuando alguien sentía una particular simpatía hacia alguien, y le correspondían con la misma intensidad, se consideraba algo nuevo y muy especial. Comparecían ante el Guardián, y éste anunciaba oficialmente que fueron creados para estar unidos el resto de su interminable vida.

Este sentimiento tan puro, recibía el nombre de amor.

Volviendo a lo de la inmortalidad, esta era uno de los regalos más preciados del hombre. Todos tenían derecho a recibirla. Claro, eso siempre y cuando respetaran el arreglo del Árbol Sagrado, impuesto por el Guardián.

𝔉𝔯𝔲𝔱𝔬 𝔭𝔯𝔬𝔥𝔧𝔟𝔦𝔡𝔬 [𝑶𝒏𝒆𝒔𝒉𝒐𝒕]Where stories live. Discover now