Una noche en Cali.

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Primer Cuento.

Una noche en Cali.

El día que conoció a Catalina, fue el mismo día que había vuelto a Cali después de más de una década de haber zarpado desde Cartagena hasta las costas europeas, terminando finalmente en el apretado Paris de la década pasada, viviendo su constante progreso a través de una pequeña ventana de plástico cuya luz era la única que había en la miserable cocina donde trabajaba nueve horas diarias por poco más de 800 euros y una botella de vino al mes. Guardaba todo lo que ganaba minuciosamente en el único cajón de la habitación que rentaba en la casa de Mamá, una mulata que, a punta de contrabando de cigarro, había construido una pequeña casa con cuatro habitaciones que rentaba a los extranjeros. En realidad, se había acostumbrado a ello a los pocos años, y sentía una tranquilidad envidiable a pesar de la soledad, el frío y el arduo trabajo en el centro de Paris para un viejo judío amigo de sus amigos. Doce años después, se había visto obligado a salir de Francia y abandonar a Mamá, al vino y a la buena cocina, por las recientes huelgas que tomaron Paris por un par de semanas y que terminaron, en una madrugada calurosa, en un gran incendio verde que consumió en llamas el pequeño restaurante judío. Luego de eso, intentó durante meses conseguir algo de que vivir, pero las mismas protestas habían creado un ambiente de zozobra y desconfianza, y él, con sus años de más y sus papeles de menos, no era la mejor opción para ningún negocio. Así pues, tres meses después, cuando al mirar debajo del colchón encontró solo un puñado de billetes arrugados, decidió gastarlos todos en uno de los cupos ilegales en los buques de carga que partían esa semana.

Llegó a Cartagena dos semanas después, por contratiempos menores, y tan pronto volvió a pisar Colombia, una terrible nostalgia lo invadió y solo podía pensar en su madre Tulia, ya muerta hace años en una de esas épocas de sequía que galopaba la guajira como jinete sin cabeza. Por aquel entonces, él ya estaba viviendo en la pequeña habitación parisina, y se había enterado de la noticia por una carta de su antiguo vecino (que semanas después se enteraría que también había fallecido). Intentó enviar flores a su funeral, pero resolvió gastar ese dinero en dos botellas más de vino que tomó apurado y en nombre de ella. Por alguna razón, no pudo sacarse ese pensamiento de la cabeza. Ni con las noches más oscuras, ni con los amaneceres rosados que se tejían entre las montañas que iba dejando atrás en cuanto vehículo decidiera arrastrarlo un poco.

No fue sino cuando llegó a Cali, y sintió en los huesos el calor y el viento, que el pensamiento se esfumó para darle pasó a una nostalgia gélida y una ansiedad de correr por todas las calles, contando los edificios que ya no estaban. Llegó a eso de las seis de la tarde, y en dos zancadas se encontraba de nuevo recorriendo la ciudad que lo vio crecer, en donde temeroso cazaba pajaritos con resorteras y cortaba margaritas del suelo para ir a sembrarlas a su jardín de juguete y verlas crecer. Eran tiempos más simples, lejanos de la muerte, lejanos del frío y muy lejanos de Europa.

Caminó sin rumbo hasta pasadas las nueve, cuando vio, por un pequeño callejón oculto entre edificios de hormigón y enormes autopistas, unas calles de color arcoíris y unas casas de fachada marrón y amarilla en donde trepaban enredaderas tan gruesas como su brazo. Decidió que ahí terminaría su ruta y, de ser posible, se guardaría de la intensa noche en una banca tan colorida como el suelo. Tras un par de pasos, y maravillado como estaba por el olor a naranja y canela que desprendían las enredaderas, se dio cuenta que el suelo se movía con cada paso, y a cada uno más dentro de él se hallaba, sonsacando el espíritu por la boca hasta hacerlo respirar más y más rápido. No tuvo miedo, pues en vez de pensar que se estaba volviendo loco, había decidido pensar en lo maravilloso de la ciudad, y en que esas calles, de colores móviles y espíritu artístico, nunca se asomaban por Paris, sino todo lo contrario, eran una jungla gris lejana al espesor de las enredaderas que le caían en los hombros.

Cuentos alegres de un Alma en penaWhere stories live. Discover now