PRÓLOGO

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Hasta aquel momento, no había comprendido totalmente mi lucha, tan sumergida había estado en ella. Pero ahora, por el silencio donde por fin había caído, sabía que había luchado, que había sucumbido y que estaba derrotada.

La pasión según G.H. - Clarice Lispector.

Regresó.

Los escenarios, antes tan familiares para él, se tornaban ahora en un reflejo oscuro de todo lo que había sido; su airosa figura se apegaba a aquel ritual de desconocimiento. Sus huesos sobresalían, se clavaban como dagas en su piel. Y él lo permitía; permitía que su carne pagará.

Él regresó.

Triste. Desdibujado. Auto proclamado electo para el desprecio de las personas. Delgado. Ahogado en la brisa veraniega que penetra en uno y entorpece los pasos.

Después de tres años, él regresó.

Incluso a plena luz del día las sombras devoraban con fiereza los esparcimientos del brillo solar; y el perfil de sus huesos, tan perfectamente delineados por su condición famélica junto con su impura palidez los absorbían a la fuerza.

Él había regresado.

Agraviado e incomprendido, dirigiendo su mirada por detrás de sus hombros como si le fuera propio, ingresó a aquel gran cadáver de cemento profanado por memorias casi tangibles y se dirigió a la oficina administrativa. El lugar estaba despoblado, para su alivio, el verano se había llevado a los concurrentes consigo dejando a unos pocos empleados que apenas si soportaban el calor por las tardes; ingresó y saludo inclinando levemente su cabeza y alzando una de sus manos a la altura de su nariz.

-¿En qué le puedo ayudar?-.

La voz de un hombre joven se elevó en la oficina.

-Buenas tardes-, contestó, -he venido a entregar estos certificados-

-Veamos, tu nombre es... -, el hombre tecleó rápidamente y volvió su mirada hacia el joven parado del otro lado del mostrador. -¿Certificados internacionales? ¿Qué institución los expide?-

-Universidad de artes de Bremen-.

El empleado echó unos vistazos a su computadora y tras imprimir y sellar unos cuantos documentos, envió un fax, mostrANDO por última vez la pantalla de su monitor al muchacho. -Hecho-, sonrió, -planeas hacer tu carrera allá definitivamente ¿ah?-

-Ah... Si.-, respondió él con aparente incomodidad y en una rápida despedida silenciosa se sofocó con el sol que le abrasaba desde fuera del edificio. El calor parecía colmar el aire; caminó con dificultad hacia su auto y cuando estaba a punto de abrir la puerta, una mujer de no más de cuarenta años, de lentes y con varias carpetas abrazadas sobre su pecho, lo abordó con emoción. El joven se sorprendió e imitó la reverencia que había hecho en la oficina administrativa.

-Profesora-, saludó por compromiso.

-¡De hace tiempo! ¿Qué haces aquí? ¿Decidiste volver a nuestra universidad?- ella preguntó.

-No.-, entonó con gravedad, pero se dio cuenta de que era de mala educación contestar de esa manera tan descortés y agregó, aclarando su garganta, -no, solo vine a entregar unos certificados de equivalencias...-.

-¿Y has podido ver a tus compañeros? La mayoría de los estudiantes han salido de vacaciones-, informó ella

-Ah, no... Es que... -, masculló él agachando la cabeza.

-¡Y mira que delgado estás! ¡Y tu cabello! ¡Lo traes corto!-, siguió la docente.

Estaba dispuesto a contestar, más un teléfono comenzó a sonar, el sonido provenía de bolsillo de la mujer; ella se disculpó con el joven y lo despidió alejándose para atender la llamada. El hizo lo mismo y subió a su auto con prisa. Condujo sin rumbo hasta que su estómago rugió reclamando alimento; lo ignoró; odiaba comer en soledad pero su estómago volvió a reclamar, por lo que, ya sin opción, se detuvo frente a un enorme centro comercial. Así, al menos sería inevitable convivir con otros y observar su alegría desde lejos. Antes de apagar el motor de su vehículo oyó el reporte del clima en la radio, al parecer la temperatura descendería hacia la noche con probabilidad de tormentas. No se sintió aliviado al oír eso. Era de las personas que no soportan el frío... y mucho menos las tormentas. Ingresó al centro comercial, mirando de vez en vez algunas tiendas; pensó que la moda era muy diferente a cómo la recordaba y sonrió para sí. Nuevamente, su estómago rugió y no tuvo más remedio que rendirse ante él; hacía ya tres días que lo estaba haciendo callar a fuerza. Una cafetería se veía especialmente poblada; quizás comería algo allí. Se agachó frente a uno de los mostradores, había muchos bocadillos y todos se veían deliciosos; pasteles frutales, muffins, sándwiches, donas, postres. El pastel de durazno llamaba mucho su atención, la fruta se veía fresca, aunque el pastel de fresa tampoco se veía mal. Miró hacia su alrededor con recelo, confirmó que en verdad había mucha gente, eso quizás le permitiría compartir la mesa con algún desconocido; se atrevió a ponerse de buen humor ¿Qué hay de su bebida? ¿Debía pedir leche de almendras o un batido de frutas? Tal vez una malteada o un té de burbujas. Tan abstraído estaba en sus pensamientos debido a las quejas de su vientre que apenas si notó que el silencio del que era partícipe y protagonista y al que tanto se había forzado a acostumbrarse se vio desintegrado por una voz que le resultaba familiar pero que al igual que los paisajes que había avistado más temprano solo oscurecían los reflejos y anegaban los rayos del sol.

Kitsch: La Desintegración del SilencioWhere stories live. Discover now