Nuestros mundos

196 15 6
                                    

Grecia, 606 a. C.

Abrió los ojos con pesadez, volviéndolos a cerrar al instante cuando la luz del sol la cegó. Parpadeó varias veces hasta acostumbrarse a la iluminación de la estancia y paseó su mirada a su alrededor para examinar dónde se encontraba.

Lo último que recordaba era la imagen de su mejor amigo dando su vida para salvar la suya y posteriormente caer a las aguas del Egeo antes de perder el conocimiento. Navegaban rumbo al puerto de Sigeo para tomar el control y preservar las rutas de comercio marítimo, de suma importancia para la economía y prosperidad de Atenas, cuando una flota enemiga les sorprendió y les rodeó al momento, imposibilitando cualquier maniobra de huida.

Aquella estancia no le era en absoluto familiar y no tenía ni idea de dónde se encontraba. Estaba tumbada sobre una cómoda cama de sábanas rojas y rosadas; al fondo de la habitación sobre un modesto mueble había varios papiros y material para la escritura. A su derecha una amplia ventana dejaba pasar los rayos de sol que iluminaban la estancia por completo.

Localizó una jarra ornamentada con dibujos de color negro y verde, sentía la garganta seca, así que intentó incorporarse para agarrarla pero tuvo que volver a tumbarse al sentir una punzada de dolor en su hombro derecho. Bajó la mirada y vio que unos gruesos vendajes cubrían su hombro, parte de su abdomen y pierna derecha. Cogió aire y lentamente logró incorporarse, cerrando los ojos y apretando los dientes por el intenso dolor. En ese instante una mujer entró en la sala sosteniendo un cuenco con ungüento y vendajes. Al verla de pie dejó el recipiente sobre el escritorio y se acercó rápidamente.

–No deberías levantarte –su voz era suave– necesitas descansar –. La general la apartó bruscamente y dio un paso hacia atrás para alejarse. La mujer de voz suave y rostro amable sonrió tímidamente y alzó las manos en señal de paz– no voy a hacerte daño –respondió ante la desconfianza de su paciente.

– ¿Quién eres? –dio otro paso hacia atrás y chocó contra uno de los muebles, provocando que la jarra cayera al suelo y se hiciera añicos. Intentó agacharse para coger uno de los trozos afilados pero de nuevo sintió un pinchazo en su abdomen y tuvo que reincorporarse, respirando con dificultad.

–Soy Despina, pero seguro que mi nombre no te da ninguna pista –respondió con sorprendente tranquilidad ante la actitud hostil de su huésped– creo que la pregunta correcta sería dónde estás –hizo una breve pausa antes de responder a su pregunta, mientras la general se mantenía en silencio– Estamos en Mitilene, la capital de Lesbos. Hace dos días te encontramos en la playa durante unos de nuestros paseos matutinos. Te trajimos aquí antes de que los guardias te encontraran, los uniformes atenienses no son bienvenidos.

– ¿Por qué me ayudáis?

–Nosotras no participamos en las disputas bélicas. Preferimos dedicarnos al arte, la lectura, escritura y poesía, pero también a las enseñanzas de la medicina, astronomía, filosofía y matemáticas. Vimos a alguien que necesitaba ayuda y se la ofrecimos, sin importar el escudo que portara en su pecho –se encogió de hombros y se giró sobre sí misma para recoger el cuenco con ungüento y vendas. –Ahora si no te importa, deberías descansar, todavía estás muy débil –se acercó de nuevo a ella para ayudarla a tumbarse en la cama, pero la general se negó apartándole la mano.

– ¿Eres tú quien dirige este lugar?

–Academia –especificó –no, no tengo ese honor –añadió con media sonrisa.

–Quiero que me lleves ante la persona que está al mando –demandó. Desconfiaba de aquella mujer, pese a que su mirada y sus palabras no parecían tener segundas intenciones ni albergar malicia alguna. Sin embargo la general había sido entrenada no solo en el arte de la batalla y la estrategia, sino también para desconfiar de su enemigo.

Nuestros mundosWhere stories live. Discover now