San Felipe

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Cuando llegué a la terminal estaba sudado hasta los calcetines, mala idea llevar botas a un lugar tan caluroso, quería cambiarme la playera pero decidí no hacerlo, si me la cambiaba iba a tener que sacar todas mis cosas de la mochila, buscar algún baño público o algún lugar solitario, y éso es mala idea en un país hispanoamericano. Eran las 12:54, pero aún así me sentía como si tuviera el tiempo encima, preferí buscar algún hostal.
Si algo había aprendido bien de mis campamentos de mochila, es que los lugares más baratos no son cerca de las zonas turísticas, así que me decidí a caminar, además ya tenía otro motivo para ir conociendo la ciudad de forma personal, como le llamaba yo al hecho de caminar por falta de presupuesto por una ciudad nueva.

Para mi sorpresa no había caminado por más de 20 minutos cuando encontré un hostal en $30 pesitos mexicanos, me pareció una ganga y me registré de inmediato y busqué una litera donde quedarme, escogí la que quise, el lugar estaba casi vacío, de las dos hileras con 5 literas cada una, sólo 2 estaban ocupadas, y ni siquiera estaban los ocupantes en ése momento, bajé mi mochila (ya no tan gorda como cuándo había partido) y me cambié de inmediato la playera que traía, que ya comenzaba a oler feo, me recosté un momento y aprecié que la litera de arriba tenía una sábana idéntica a la que usaba mi novia en su cama. La pensé mucho por varios minutos, hacía 27 días que no le escribía, ni a ella, ni a mi familia, ni a mis amigos, pensé en lo curioso que era que habíamos planeado huir juntos un día, a donde fuera. Pero no me arrepentí de mi viaje, no me lamenté el hecho de no verlos desde hace más de un mes, la última vez que les escribí estaba en la frontera de Chiapas con Guatemala, después de ahí me enfoqué sólo en mis ganas de conocer al sur del continente y no pensar más en lo que dejaba. Lo que sí extrañaba era a mi gata, ojalá la hubiera traído, pero el viaje probablemente le sentaría mal, y terminaría escapando o perdiéndose. 
Cuando llegué a San Felipe, Chile, era el 27 de abril de 2007, llegué un viernes al medio día, con algunos billetes, una mochila de campo medio llena y un chingo de ganas de trepar Los Andes. No estaba huyendo de mi vida, no estaba abandonando lo que conocía, estaba tomándome un descanso de mis días rutinarios, del estrés ambiental de la Facultad de Medicina, del maldito transporte que todos los días estaba más lleno que mi hartazgo de lo cotidiano. Tenía ganas de romper toda mi rutina, de quebrarla como si fuera una hoja seca, de pisarla para sentir la satisfacción de su crujir, aquél sonido liberador de la destrucción de la misma muerte lenta. Lo estaba haciendo, durante otros minutos pensé en cada camión que abordé, los trabajos jornaleros que hice, lo que había aprendido, las personas que conocí y me ayudaron y quiénes me hicieron dudar, tal vez también en mi rutina estaban éstas cosas, pero la diferencia es que ésta vez nada era lo mismo al día siguiente, siempre cambiaba el camión, cambiaba la gente, cambiaba el acento, la forma en que me miraban, me trataban, lo que comía, hasta el agua sabía diferente. A pesar de que llevaba gorra me comenzaba a ver mucho más moreno, siempre he sido moreno, pero en un tono claro, ésta vez sí me veía tostado, y lo amaba, amaba saber que el sol me había acariciado por tantos lugares. 
Me levanté después de contemplar mi viaje, mi vida y todo lo que estaba dejando temporalmente, me sentí contento, con el corazón alzado y con las ganas más fuertes que nunca. Salí a buscar víveres, desodorante y más errantes que quisieran trepar Los Andes, esperaba poder partir al día siguiente, y esperaba encontrar a alguien que aceptara pasar al menos una semana en las montañas. Yo estaba acostumbrado a pasar muchas noches en casas de campaña, durmiendo en bolsa de dormir y comiendo lo que se pudiera cocinar en un pozillo con algo de fuego, pero no sabía si habría gente igual en el lugar. Confié en mi suerte y a cada persona que encontraba la miraba intentando descubrir si sí se habría bañado o no, así descartaba a quiénes preguntar sobre el viaje y a quiénes no, pese a mi esfuerzo por conseguir compañeros, solo una chica me dijo que tal vez me acompañaría, pero dudo que en realidad fuera a hacerlo. 
Un poco triste volví al hostal, y digo un poco porque era realmente difícil ir con la mirada abajo teniendo un paisaje tan bello de montañas como el que hay en San Felipe, además las calles tienen cierto encanto que es difícil ignorar, desde sus fachadas hasta a los árboles, tal vez era la simple emoción, las ganas, el miedo, pero caminar por ahí me llenaba de vida, me hacía saber que no podía estar triste en un lugar así, podía reservar la tristeza para casa.

Cuando volví al hostal, uno de los otros dos ocupantes había llegado, de inmediato me saludó de una manera increíblemente cálida, hago énfasis en ésto porque antes ya me habían saludado muy amablemente pero hospederos, vendedores y gente que quería convencerme de desayunar en sus locales de comida, pero ésta vez era un desconocido, una desconocida para ser precisos, llamada Camila, y era brasileña. Comenzamos a platicar sobre qué habíamos ido a hacer a San Felipe, sobre cómo había sido el viaje hasta allá y qué planeábamos hacer después. Ella solo iba a conocer el lugar y quedarse un par de noches, pero después de usar mi hábil labia y mostrarle lo bien planeado que tenía todo, parecía que había logrado convencerla de unirse a mi expedición de una semana en Los Andes. Le dije que fuéramos a comer juntos y llegamos a una fonda algo sencilla pero bien surtida donde pedimos humitas (lo equivalente a tamales en México) y Malaya, que es un tipo de corte de costillas de vaca, después de saciar el estómago comenzamos a hablar extensamente, mis primeras dudas fueron ¿cómo hablaba español siendo de brasil? Me contó que su papá era argentino y su mamá brasileña, así que creció con ambos idiomas, se extendió hablando de su infancia, y en ése lapso pude apreciar a mi compañera; tal vez por lo rápido de la emoción, la conversación tan alentadora y las intensas ganas de compañía no noté que era bastante linda, tenía los ojos cafés y una mirada coqueta, sus cejas eran alargadas y finas, su sonrisa era tremenda, piel apiñonada y rasgos finos, vestía unos jeans negros, una playera a rayas, botas y una chamarra de mezclilla que le quedaba algo grande, al mirarla sólo pensé en protegerla y acompañarla a todo lugar, quería conocerla y amistarme con ella, era muy agradable de escuchar y de ver, tenía ésa sonrisa y ésos ojos que te inspiran confianza en extremo. Bebía mi cerveza y de repente preguntó algo que me sacó de mis pensamientos: ¿Tú a qué te dedicas? 

Fue un  poco penoso responder a éso, jajaja, ¿qué pensaría de mí cuando le dijera que estaba en mi último semestre de medicina y decidí tomarme un año sabático para hacer un poco de dinero y recorrer Los Andes? A mí me parecía estúpido lo que había hecho, pero en ése momento me cuestioné: ¿Es estúpido para mí o para aquél tipo que se levanta a diario a las 6 de la mañana para ir a estresarse en su carrera? Me convencí de que no era nada malo, y le conté todo de mi viaje a rienda suelta, desde cómo lo planeé a finales de 2006, cómo estuve trabajando desde enero hasta marzo para obtener dinero y cómo partí el 25 de marzo al mochilazo hacia Chiapas, le conté de como fue ir viajando en camión durante 5 días desde Puebla hasta Chiapas, y cómo se veían las selvas aumentar al acercarnos al destino inicial, de las guerrillas que aún vi en la selva, de los plátanos machos que yo conocía dulces y los que me vendieron con sal, de las señoras que me ofrecían una fruta o agua al verme caminar de vez en cuándo por la carretera. De cómo fue pasar por Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Colombia, Perú... había pasado por muchísimas cosas muy divertidas e interesantes, pero me encantó recordar lo que había hecho mientras me miraba tan interesada. Hablamos hasta al atardecer y volvimos al hostal, le pregunté si quería salir a caminar por el lugar, y fuimos a la plaza, el clima se había transformado totalmente, y ahora era fresco, casi frío. 

Ella se puso sincera conmigo y me dijo que viajaba para olvidar, que su mamá había muerto recientemente, su novio la estaba engañando y su papá apenas estaba al tanto de ella, ambos teníamos casi la misma edad, ella 25 y yo 24, trabajaba como Diseñadora para una empresa de marketing, ella era feliz con su rutina y amaba ver cada martes a su mamá, pero después de su muerte todo le parecía más lento, triste, más vacío. Así que viajaba para sentir que conectaba con su mamá en su soledad, decía que habría viajado con su novio de no haber descubierto que él se estaba acostando con su compañera de trabajo. No supe qué decirle, la abracé y la dejé continuar desahogándose. Me hizo sentir especial cuando dijo que antes de encontrarme había ido a la iglesia a pedirle a su mamá que le ayudara a encontrar a alguien con quien pudiera sentirse acompañada, me dijo que justo después de que ella volviera llegué yo y pensó que yo era aquella persona. En ése momento supe que definitivamente estaba en el lugar correcto y que había encontrado una compañera no sólo para mi expedición, sino para muchas aventuras más.

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⏰ Ultimo aggiornamento: Apr 04, 2020 ⏰

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