Metempsicosis cruel

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El ambiente en la asamblea ordinaria trimestral de los mustélidos era muy animado, vivaz y bullicioso. Dábanse cita allí martas y martos, garduñas y garduños, mofetas y mofetos, hurones y huronas, comadrejas y comadrejos, tejones y tejonas, nutrias y nutrios, visones y visonas, y en definitiva toda la familia mustélida que habitaba aquel bosque e incluso algunos miembros venidos desde lejos con el único fin de ser partícipes en el concilio.
Se congregaban en una amplia madriguera secreta, de diáfano y abundante espacio pero apenas una ceñida entrada (y salida), por la cual no pasaban dos martas a la vez, lo que facilitaba mucho el control y registro de los asistentes por parte de la organización.

La expectación era máxima e imperaba una intranquila impaciencia por abordar los puntos del orden del día, entre los que figuraban la gestión de los destrozos en las guaridas causados por la última y torrencial tormenta, los derechos de vivienda sobre los huecos en el gran árbol del sur después de que los armiños que los habitaban decidieran irse a ver mundo o el aumento de las agresiones debidas a la intensificación de la actividad cinegética y al sorprendente incremento en la familia Vulpini, clan de zorros ancestral, que parecía haberse multiplicado de la noche a la mañana.
Los ánimos estaban a flor de piel y todos los presentes ansiaban exponer sus puntos de vista, dudas, quejas y propuestas. No obstante, había un pequeño y molesto contratiempo. El código mustélido exigía, inflexiblemente, la presencia de todos los convocados antes de poder dar inicio a la sesión asamblearia. Y allí, para no incumplir con su tradición, faltaban los dos mismos nutrios que siempre llegaban tarde: Niurto y Turino.

De algún modo, más o menos rocambolesco, conseguían en toda ocasión justificar sus tardanzas y aplacar la hostilidad colectiva que les aguardaba. Pero, con todo, el grupo no terminaba de asumir su desagradable costumbre, contraria a la severa e intachable conducta mustélida.
El hecho de que fueran extranjeros tampoco facilitaba la concordia. Eran Niurto y Turino dos nutrios sevillanos, que tras salvar la vida de milagro en su arroyuelo natal y haber recorrido medio mundo pasando un hambre indecible, siendo arrastrados por las aguas con la única guía de un ángel de la guarda novato y torpe, habían dado con sus huesos en el bosque de las moras rojas, el cual ahora habitaban.
"Dos nutrios desnutríos y un ángel desangelao", en palabras del propio Turino, formaban la comitiva que apareció un buen día en el susodicho bosque. Y aunque la familia mustélida la acogió con amabilidad y de buena gana, la situación estaba ahora cada vez más tensa, por causa y efecto, sobre todo, de las constantes impuntualidades y retrasos por parte de los dos nutrios.

¿Y qué había ocasionado esta vez la dilación de los premiosos nutrios? Pues que Turino y Niurto habían hecho un nuevo amigo, o eso creían. Estando su ángel de la guarda extraviado negligentemente tras ponerse a perseguir una mariposa que empezaba a insultarlo por el acoso al que la estaba sometiendo, los nutrios se cruzaron con un zorro mientras se dirigían al cónclave. ¡Para una vez que iban bien de tiempo!
La reacción normal en cualquier nutria habría sido esfumarse como alma que lleva el diablo, pero nuestros afables e impuntuales amiguitos se quedaron observando inocentemente al zorro, cuyos instintos y estómago reaccionaron al instante, dispuestos a sacar provecho de la situación.
El resto de la historia se compone de una gran actuación y una serie de sibilinos ardides por parte del zorro, que concluyeron con Niurto y Turino llegando a la asamblea tarde como siempre, pero acompañados como nunca.

Ni siquiera entraron a la gran sala asamblearia por la angosta puerta, lo hicieron a lo grande, por el techo. Y es que habiendo revelado al zorro la ubicación de la madriguera, la cual admitió el can que no habría encontrado jamás por sí mismo, así de bien camuflada estaba, éste no tardó ni un segundo en desmontar la tapa de la misma como si destapase la cacerola conteniendo su almuerzo. Desde fuera, la ilusión fue máxima. Levantar aquel pedazo de suelo y toparse con decenas, tal vez cientos, de apetitosos mustélidos fue para el zorro como haber hecho el descubrimiento de su vida.
Desde dentro el terror fue máximo. Ver el techo levantarse, y durante unos segundos ser cegados por la luz del sol y confundidos por la imprevista novedad, para entonces distinguir la silueta de un gran zorro con tialismo voraz, fue demasiado para los mustélidos. Se agolparon a la desesperada en la estrecha salida, estampida que terminó por matar a la mayoría de ellos. Los pocos supervivientes de la frenética avalancha fueron descuartizados a base de precisos zarpazos. Una masacre histórica a la que asistieron impávidos Niurto y Turino, paralizados por el horror y la confusión, y que una vez fue despachada toda la gran familia a la que pertenecían, fueron decapitados también. Todo pasó tan deprisa que a duras penas alcanzaron a comprender nada. Así, murieron como tantos, murieron como tontos.


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