METAMORFOSIS

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  Desde que él llegó a la familia, mi vida cambió por completo, y de esto hace ya ocho años. A mis diez ya sé lo que es sentirse desplazado y que a nadie le importe una mierda.

   Todas las atenciones fueron para esa cosa llorona; al principio porque era un bebé precioso de ojos redondos y brazos regordetes, y después cuando empezaron los síntomas. Aquel mundo, que era todo para mí, se agrietó poco a poco y yo me fui sintiendo cada vez más transparente, sobre todo cuando mis padres pasaban por mi lado sin mirarme porque Hugo no paraba de gritar y de dar golpes.

   Muchas noches me asomaba a su cuna y le observaba detenidamente.: Así, a simple vista, no parecía tener nada raro. Lo peor venía cuando se despertaba, y cuántos más años cumplía más le costaba seguir las órdenes. Por mucho que papá y mamá le dijeran «Hugo estate quieto», «Hugo no cojas eso» «Hugo no grites, no corras, no pegues, cálmate» y un largo etcétera, daba igual, él siempre iba a lo suyo, y yo no lograba entender por qué no era capaz de hacer caso ni una sola vez; ¿por qué él no entendía que luego todo era peor? Después en casa el silencio chillaba de dolor y lo nervios levantaban los cimientos de nuestra— muy antigua— paz, como raíces de árboles rompiendo una tierra llana, que antaño no tenía ni un solo surco. Y todo por su culpa.

   Cuando me enteré de que iba a tener un hermanito, realmente me hizo mucha ilusión. No fui un niño de estos tontorrones que ambicionaba a mis padres para mí solito. Todo lo contrario. Quería a alguien como yo, para jugar al balón, ir juntos a la escuela, contarnos secretos..., Pero esto... Esto no me lo esperaba. Muchas veces he añorado al hermano que nunca he tenido; he llorado por la cantidad de balones que se quedaron sin lazar, por las peleas típicas y reconciliaciones posteriores repletas de abrazos con palmaditas en la espalda, como un par de hombres, por no poder contarle que me gusta tal chica, por no poder tapar nuestras travesuras a nuestros padres. Sí, lo reconozco: he llorado mucho por ese tipo de cosas.

   Ahora Hugo tiene ocho años y, aparte de todo el trabajo diario que tanto él como mis padres tienen que hacer desde que nació, tenemos que ir dos días en semana toda la familia a sesiones con psicólogos y pedagogos porque se supone que tiene que conseguir ser algo más independiente, y que, con ayuda, podría desarrollar más sus capacidades sociales.

   Ayer por la tarde fue una de esas en las que papá y mamá ponen en práctica las técnicas que les han enseñado y, como yo escuchaba todo desde el salón, me puse la tele más alta porque no me apetecía sentir pena, o lo que fuera que sintiera, por él; pero al rato, desistí, mi curiosidad pudo más, bajé el volumen y me quedé muy atento:

   —Hugo, mírame a los ojos, cariño—dijo mamá.
   —Uno, tres, cinco, siete, nueve—respondió mi hermano.
   —Cariño, mira. ¿Ves este pantalón? Te lo voy a poner, ¿vale? Mírame a los ojos cuando te hable, Hugo. Así, despacio.
   —No quiero, no quiero, no quiero, no quiero— dice él mientras empieza a ponerse nervioso y mover su cuerpo de atrás hacia delante compulsivamente, rechazando el pantalón que ella le estaba subiendo.

   En ese momento ya me estaba asomando a la puerta de la habitación, pero como era transparente, mi madre ni se enteró.

   Tras un tiempo interminable en el que observé a mi madre sudando, con sus ojeras marcadas y sus ojos cansados, y a él gritando y dando golpes, consiguió vestirle. Después tocó explicarle que tenían que bajar al salón, para salir después de casa conmigo, esperar al autobús de línea e ir a su colegio, que era la primera parada.

   Bajar al salón no le disgustaba demasiado, porque le encantaba contar. Se pasaba el día contando cosas, enumerando absolutamente todo y siempre lo hacía contando números impares. A mí a veces me dejaba asombrado porque nunca se me hubiera ocurrido contar tantas y tantas cosas.

RELATOS EN TINTA Where stories live. Discover now