Lilith

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Todo el mundo que vivía en el  portal número tres pensaba que Vicky estaba loca.

Vicky tenía 27 años, vivía sola y tenía el pelo corto siempre atado con miles de pinzas de colores. Nunca salía de casa, y las pocas veces que la veían en el portal, no saludaba. Simplemente pasaba de largo recitando maldiciones, murmurando para si hechizos contra demonios, con la bolsa de la compra bien sujeta al pecho. La gente cruel susurraba por las esquinas  que era una drogadicta, y que por eso hablaba en latín por lo bajo, porque se le había ido la olla. Pero todo aquello era mentira. Vicky no estaba loca, estaba preparándose. Porque lo que los vecinos no sabían era que en el edificio vivía una bruja.

Oh, no era una de esas brujas con verruga en  la nariz y gorro en punta, nada de eso. La bruja que vivía en el portal número tres era mucho más bonita, mucho más discreta. Su pelo dorado parecía una soga de barco, siempre sujeto en una trenza interminable y gruesa que, con esmero, se ataba cada mañana. Iba vestida de otoño,  bajando las escaleras calmada  y con el sol bañando su rostro en oro, dispuesta a saludar a todo el mundo. Los vecinos la adoraban, pero Vicky, lejos de ser engañada, sabía que todo aquello era obra de un hechizo oscuro. Tenía que haberle robado los poderes a Perséfone o traicionado a los bosques, o asesinado a un ciervo el octavo día del séptimo mes. Lo deducía porque una vez la vio salir al patio comunitario en camisón, alzando su rostro de seda a la luna llena y bailando en la oscuridad con espíritus, el ritual precedente al sacrificio del ocho de julio.

Vicky era precavida. Estudiaba todos los pasos de la brujilla, y se aprendió su nombre, sus horarios, su edad. Se llama Eva, tenía 18 años, practicaba karate y a teatro. Había repetido curso, así que todavía no iba a la universidad.  Cada mes, las noches de luna nueva, Vicky se asomaba a la ventana que daba al patio y observaba como bailaba Eva. A veces la visitaban las musas, y Vicky escribía en un pequeño cuaderno espectáculo que le ofrecían cuando recitaban leyendas en griego antiguo. Otras noches, la bruja abría las puertas del infierno, y  juntaba su carne tostada con los cuerpos rojos de los diablos que respondían su llamada. Aquellas noches Vicky sentía como el pecado se colaba por los resquicios de los ladrillos y entraba a su casa, subiendo por sus piernas, acariciando su vientre en una danza que imitaba los movimientos de Eva. Luchaba contra eso con todas sus fuerzas; no debía caer. Una de las noches, en plena charla con Belfegor sobre pereza y lujuria, Eva levantó la cabeza y la vio mirando. Una sonrisa suave cruzó su rostro de amapola. Corriendo, Vicky se escondió bajo las sábanas, y a la mañana siguiente compró ajo para decorar su casa. Colgó crucifijos de todos los tamaños en las cuatro esquinas de la cocina y todas las mañanas a partir de aquella noche, se dedicó a mojar la puerta de su casa con agua bendita y coñac. 

Los rumores sobre la locura de Vicky se extendieron como la pólvora. Su jefe la despidió del trabajo con una excusa barata, de peor calidad que las alfombras que vendía, y cuando iba a comprar el pan, le cerraban la tienda en las narices. Vicky bullía de ira; todo era culpa de Eva, de sus sucios trucos para tratar de hundirla. No cabía duda; ahora que sabía como Vicky conocía su secreto, estaba dispuesta a hacerle la vida imposible. A causa de su despido, Vicky comenzó a tener problemas para pagar la luz y el alquiler. Perdió su conexión de wifi y, por lo tanto, era incapaz de buscar información en Google sobre cómo protegerse de las brujas. Lo veía venir: Eva estaba planeando su ataque definitivo.

El mes siguiente, Vicky se asomó de nuevo a la ventana. Allí estaba ella. Esplendorosamente joven, tan hermosa que dolía. Aquella noche no llevaba camisón. Le hizo gestos para que bajase, y Vicky bajó. No era su culpa. Se le había acabado el agua bendita. 

La encontró tumbada en el césped, la tersa piel ensuciada con tierra, guardando en los ojos el poder de Belcebú, todas las promesas del infierno. 

—¿Hoy no viene nadie?

—Has venido tú. Con eso basta. —Eva se levantó.

Se aproximó hasta Vicky con pasos de pantera, elegante, hipnótica. Acunó sus manos, y subió hasta los hombros de Vicky, acariciando con un dedo helado sus brazos descubiertos, causándole un escalofrío delicioso. Llevaba el pelo desatado, y entre los mechones sueltos le regaló una sonrisa victoriosa. Vicky se acercó, anhelante. Llevaba mucho tiempo deseando eso, queriendo morder la manzana. Sintió el aliento de Eva rozando su boca, entonces cerró los ojos, y el mundo desapareció.

El día siguiente, la mañana despertó con sonidos de sirenas. Un vecino había denunciado la desaparición de una muchacha sombría, la drogadicta, la loca. El cuerpo de policía no encontró ni rastro de Vicky por ninguna parte. Los vecinos juraban que la escucharon gritar un nombre a la madrugada, pero que no le habían dado importancia porque aquella muchacha siempre andaba haciendo cosas raras. Al parecer lo que había gritado era "Eva", pero ninguno conocía a nadie con ese nombre. Pasaron los días, las semanas, los meses, y poco a poco, el vecindario se fue olvidando de la desaparición. La vida volvió a su curso.

Lo único diferente era el manzano que crecía en el patio.


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⏰ Dernière mise à jour : Apr 09, 2020 ⏰

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