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Manuel sabía bien que entre la gente con dinero y fama no estaba bien visto usar dos veces la misma ropa, menos de manera seguida. Pero él no tenía mucho dinero y la fama era subjetiva, ya que su nombre era famoso, pero siempre podía justificar su imagen con "el escritor raro y humilde". No es que hubiera dado la cara tantas veces: apenas había fotografías suyas en internet, menos en el periódico, ni hablar de las redes sociales. Le gustaba jugar al mítico, no sólo en la escritura. (Cuando en realidad sólo le tenía temor al boca en boca de la gente y prefería marginarse antes de que otros lo hicieran).

Y aquí estaba. En una de las librerías más grandes y bonitas del país, cerrada exclusivamente para él y la gente que participó y participará en la producción de su libro de alguna forma u otra, y personas que quizás no tenían nada que ver, pero eran más importantes que él y le convenía conocer. O por lo menos, saludar con amabilidad para quedar bien. Y ninguna de esas personas le interesaba como quien todavía no llegaba. (Y temía que no llegara).

Dentro de la librería, en el segundo piso donde se realizaba el evento, en el baño individual donde el rumiar de la música apenas alcanzaba a penetrar, estaba él encerrado mirándose al espejo. Tenía ojeras enormes bajo sus ojos de tan poco dormir en la semana y de nulo sueño en la noche pasada. No podía sacarse de la cabeza los nervios de conocer a Martín, no importaba cuántos gatos tuviese encima o cuántas cervezas en el cuerpo. Y ahora se sentía más ansioso de ello que de la publicación de su segundo libro, lo cual era sumamente extraño. Tenía mucho miedo a generar expectativas que pudieran decepcionarlo y romperse su propio corazón, pero arrinconado en el baño, se dio cuenta que aquellas expectativas ya estaban.

Sentía un déjà vu de la última presentación, pero mucho más intenso.

Suspiró con resignación y destrabó la puerta, hallando a un hombre esperando en la puerta para hacer uso del baño. Este señor se presentó con emoción, pero enseguida le ganó la urgencia y cerró la puerta en su cara. Todavía no se sentía como una celebridad, aunque en este especie de festejo privado lo fuera. O lo hicieran sentir como una.

Ningún trabajo es completamente agradable. Salió a dar la mano a las personas, a forzar sonrisas y a distraerse. Conoció al editor jefe de Ocholibros y conversaron un poco; era un señor bastante absorbente y reservado a la vez. También intercambió palabras con alguien de marketing que le hizo miles de preguntas desde el lado de fan y tuvo que firmarle dos libros. Habló con una chica que no sabía de dónde salió, pero ella le dejó su número personal y Manuel no comprendió si trataba de coquetear o hacer contactos para meterse en el palo editorial. Ese era el problema principal por el cual nunca terminaba de encajar en este mundillo.

Abatido de socializar, huyó al balcón y cerró la puerta de vidrio detrás de sí. El viento fresco fue una suave bofetada que lo hizo sentir mejor al instante. Acarició la piedra helada del balcón y observó la vista a la ciudad: a las once de la noche, las luces de Santiago brillaban iluminando historias ajenas a un exitoso escritor que se sentía fracasado en lo más hondo de su alma. Eran dos sentimientos contrarios que ni siquiera complementaban, pero juntos eran sinónimo de nostalgia.

La puerta de vidrio se abrió detrás de él y su corazón dio un brinco al reconocer a Martín. A su derecha estaba el editor jefe que conoció una hora antes y a su izquierda tenía enganchado del brazo a una señora muy mayor que tranquilamente podría ser la reina de Inglaterra, con sus perlas en el cuello y su vestido rosa viejo.

Tampoco es que se fijó mucho en ellos. La apariencia de Martín le había quitado el aliento tan de repente que le produjo rabia. Para colmo, ya había visto en fotos lo precioso que era, pero en persona era una obra de arte cuyas millones de palabras que conocía no le alcanzaban para describir. Se había cortado un poco el pelo, haciendo su cabello rubio estuviera parejo y apenas cubriendo sus orejas. Sus ojos esmeralda se lucían sobre su piel pálida incluso teniendo la luz en su espalda y las sombras jugando más a abstraer su radiante belleza. Era más alto que Manuel y ese detalle simple aumentaba más su enojo irracional; el color marrón antiguo de su traje era feo pero a él le quedaba vintage, como modelo que impone su propia moda. Hasta su manera despreocupada de agarrar la copa de champagne era envidiable.

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