¡Qué rollo de clase!
En la pizarra, la profesora escribe la lista de tipos de reciclaje de residuos, especificando las nomenclaturas técnicas, utilizadas por los especialistas en ese campo de la ciencia.
Y yo me encuentro en medio del aula, rodeado por otros profesionales del sector primario, que también fingen interés por lo que nos están contando. Supongo que, en realidad, a los demás les sucede lo mismo que yo. Quieren que termine cuanto antes la clase, para poder volver pronto a sus queridas vocaciones en el campo. Incluso yo echo de menos las picaduras de mis abejas. Deseaba que terminase el cursillo de una vez por todas, para volver cuanto antes a mi casa de campo, donde se asientan las colmenas de abejas que producen la miel que vendo en el mercado del pueblo.
Pero la clase prosigue. ¿A quién le importa que ese tipo de reciclaje se defina como R, o ese otro como M?
Recuerdo cómo llegué a esa aula. De pequeño, me crié en un hostal gallego, que mis padres abrieron después de haber hecho una buena fortuna en Cataluña. Lo mejor de vivir en Galicia fue estar rodeado de la naturaleza silvestre. Siempre me gustaron los insectos. Así que estudié duro, durante el colegio, el instituto, la universidad. Hice la carrera de Biología para ser apicultor. Y cuando terminé la carrera, creía que había dejado para siempre este rollo de ir a clases y hacer exámenes.
Porque esa es otra. Cuando termine el cursillo, dentro de unos meses, tendré que hacer otro nuevo examen. Todo con el pretexto de adquirir nuevos conocimientos científicos, que nos ayuden a realizar mejor nuestras tareas.
Un nuevo tipo de reciclaje. Es la S. ¿O la Q? La verdad es que me da igual. Pienso en mis abejas. Y también en mi novia. La mejor novia del mundo. Una exploradora que viaja mucho, ideal para un tipo solitario como yo. Seguro que ahora mismo está haciendo algún descubrimiento, en un asunto mucho más interesante que este rollo de clase...
Por fin, suena el timbre. Se acabó el rollazo de clase.
Recojo la mochila. Y es entonces cuando noto la humedad en su fondo. Una humedad pegajosa y dulce.
Me temo lo peor. Cuando abro la mochila, me doy cuenta de que el recipiente en donde guardé el bocadillo de miel, que había reservado para la comida de ese día, se ha quebrado. La miel se ha derramado, pringando mis documentos y apuntes.
Así que me dispongo a consumir el bocadillo, en ese mismo momento. Pero no lo puedo hacer en clase. Saco el chorreante y dulzón bocadillo de la mochila y me lo voy comiendo a medida que camino fuera de clase.
Siento que todo el mundo de mira. Salgo al pasillo, al patio, al jardín del campus universitario. El lugar está lleno de estudiantes ociosos, que charlan entre ellos. Que si el último programa de televisión de Donald Trump, que si va a funcionar el nuevo acelerador de partículas de la Facultad de Física, que cuáles van a ser los estrenos de cine del siguiente mes...
Los observo de reojo, mientras intento que no escapen demasiados goterones de miel de las dos piezas de pan que sostengo con ambas manos. Casi todos son jóvenes, mestizos, alegres, entregados a sus vidas, a sus estudios científicos...
Pero no puedo evitar pensar en que me miran cuando paso cerca de ellos. Seguro que les parezco un imbécil, con ese bocadillo chorreante, tragándome las piezas a grandes bocados, a medida que nuevos goterones van cayendo sobre mi pechera, mis antebrazos, mis piernas...
Por fin acabé con la amenaza. Con el sabor dulzón en la boca, me acerco a la fuente de en medio del campus. Bajo la sombra del ginkgo, intento asearme lo más discretamente posible. Pero noto, o me imagino, las miradas burlonas de los estudiantes.
Y mientras me lavo, deseo estar ahí solo, sin que nadie me mire, tratando de disolver en agua la miel que impregna parte de mi físico.
Y es entonces cuando pasó.
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El bocadillo de miel.
Science FictionSoñé que me comía un bocadillo de miel, y cuando desperté, la realidad era mucho más extraña que el sueño.