El viento gélido de la noche soplaba tenue en el ambiente. En las solitarias calles de la ciudad, una joven pareja caminaba envueltos de un profundo silencio luego de una cita en una cafetería nocturna.
Ese silencio terminó cuando ambos llegaron frente a una casa.
—Gracias por acompañarme de regreso —dijo la loba mientras un viento repentino sacudía su pelaje azabache.
—Gracias a tí por aguantarme por tanto tiempo. —El conejo sonrió.
Ella rió por lo bajo, apartando su rostro un momento. Luego ambos quedaron mirándose unos segundos. El azul profundo de la loba llenaban de calidez el corazón de su acompañante, quien a través de sus anteojos tenía un carmesí agradable que la hipnotizaba a ella. Le hacía transportarse a un lugar lleno de paz, donde el latido de su corazón resonaba en una dulce melodía.
—Cuando vine por tí tenía miedo de que salieras a la calle —comentó él, manteniendo el contacto visual.
Ella, sin despegar sus orbes de su compañero, dijo:
—¿Ah sí?
—Sí —afirmó —. Tenía miedo de que la luna, envidiosa de tu belleza, dejara de brillar para que nadie te viera. Y que el firmamento te secuestrara al confundirte con la más hermosa de sus estrellas.
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