23: "Su Alteza Real" para la próxima, querida.

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Abella se miró al espejo. Su cabello estaba ahora completamente rubio y acomodado en rulos. Aparentemente, Klara había exigido que Abella asistiera a la boda, a pesar de lo que su madre había dicho, porque temprano por la mañana habían ido a buscarle dos mujeres para arreglar el desastre ser humano en el que se había convertido en la última semana. Desde la punta de sus pies hasta la última hebra de cabello había sido tratada, hasta que incluso parecía ser digna de estar en un lugar como aquél.

Habían pasado varias horas. El maquillaje de Abella estaba completo, sencillo pero ligeramente incómodo dado que no estaba acostumbrado a usar nada más que lo más estrictamente básico. Un vestido colgado en un perchero y zapatos altos le esperaban. Ahora le habían dejado sola para que se vistiera. La ceremonia comenzaría en menos de media hora, le habían dicho, y la gente la comenzaba a llegar.

Abella no había usado jamás un vestido como aquel: de encaje, color azul cielo, con los hombros descubiertos y la cintura entallada. Y los zapatos: de unos cinco centímetros de altura, a juego con el vestido. Todo aquello se sentía ajeno, erróneo, cósmicamente ridículo; como cuando en una película se ve a los protagonistas siendo preparados para un ritual de sacrificios humanos: desde el mero inicio ya se puede predecir que no hay cabida para un final feliz.

Tocaron a su puerta. Una guardia de seguridad le indicó en inglés que debería salir en los próximos minutos. Tuvo el impulso de quedarse encerrada, no asistir, no ver el horror que iba a ser aquella ceremonia. Pero sabía que debía estar ahí, debía apoyar a Klara, aunque no podía ayudarla.

Y, definitivamente, Abella no estaba preparada para lo que venía; y dentro de poco habría deseado haberse quedado encerrada en aquella habitación.




La escoltaron hacia el lugar. Aquellos zapatos, afortunadamente, no eran tan incómodos como parecían, y el vestido no era tan corto o revelador como para hacerla sentir expuesta, aunque sí bastante fuera de lugar y torpe, como si no supiera cómo manejarse en su propio cuerpo.

Caminó por los jardines del Palacio hasta el ala oeste del mismo, donde había un espectacular y gigantesco salón de fiestas parcialmente al aire libre, cuyo techo estaba hecho de vitrales de colores que, en medio del atardecer, derramaba una variedad de colores sobre las hermosas mesas con arreglos florales, así como sobre los invitados, cada uno más elegante que el otro, conversando efusivamente entre ellos, como si se tratara, en verdad, de una situación de celebración. Llenaba el lugar una deliciosa y tenue música instrumental, y Abella notó una banda de músicos al fondo del salón, presentándola en vivo.

Al aire libre, alrededor de cincuenta sillas estaban distribuídas a cada lado de un pasillo cubierto de pétalos de flores blancas, que se extendía hasta llegar a un altar, con un arco decorado de fresias frescas, donde se daría la ceremonia de unión. El lugar estaba acondicionado de una manera sorprendentemente sencilla, pero hermosa. Quizá, pensó Abella, había sido por la falta de tiempo.

La novia, por supuesto, no se veía por ningún lado. Klara estaría recibiendo los últimos detalles de su atuendo en ese momento, preparándose para el gran y terrible momento. Sin embargo, el novio sí que estaba ahí.

Parecía el alma del lugar. Cada par de ojos que se pudiera contar estaba puesto sobre él. Grey Kaczynski lucía un traje clásico, negro, perfectamente a su medida. Abella nunca imaginó poderlo ver tan de cerca y detallar qué había llamado su atención la noche anterior. Pasó por su lado, sin un destino concreto, incapaz de unirse en conversación con nadie, porque no conocía a nadie, esperando que en algún momento una cara específica apareciera para ayudarle a dejar de sentirse tan expuesta, pero aliviada de ser lo suficientemente anónima como para no ser reconocible hasta el momento.

the heir | hemmingsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora