V. El llanto en el corredor

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Los primeros días que Mary Lennox pasó en el Manor, fueron todos iguales. Temprano en la mañana, miraba por la ventana y aunque no le atraía salir al jardín helado y ventoso, prefería bajar antes que quedarse en su pieza, donde no tenía nada que hacer. Sin que ella se percatara, caminar rápido, y correr por los senderos y la avenida luchando contra el fuerte viento, la hacía olvidar el frío, a la vez que sus pulmones se llenaban de aire fresco, fortaleciendo su cuerpo, coloreando sus mejillas y dando brillo a sus ojos, antes tan opacos.

Pocos días después, Mary despertó una mañana muy hambrienta. A la hora del desayuno, en vez de dar la acostumbrada mirada de desprecio al plato de avena que le ofrecía Martha, tomó la cuchara y se lo comió todo.

—Parece que le gustó el desayuno —dijo Martha.

—Hoy está muy bueno —contestó la niña sorprendida también de su apetito.

—Es el aire del páramo que la está fortaleciendo y le da hambre. Siga jugando en el jardín y verá que pronto se restablecerá y perderá ese color amarillento.

—Yo no juego —dijo Mary—. No tengo con qué jugar.

—¡Que no tiene con qué jugar! —exclamó Martha—. Mis hermanos juegan con palos y piedras o corren y gritan mostrando las cosas que van descubriendo.

Mary no gritaba, pero sí observaba cuanto había a su alrededor. Vagaba de un lugar a otro y en ocasiones buscaba a Ben Weatherstaff, a pesar de que, al verla acercarse, parecía estar siempre ocupado o ponía cara de pocos amigos. Incluso tomaba la pala y cavaba, como si lo hiciera a propósito para no hablarle.

El lugar preferido de Mary era el sendero alrededor del alto muro que no tenía puerta de entrada. La muralla, cubierta de hiedras podadas y muy bien mantenida, conservaba un trecho de hojas obscuras que daba la impresión de haber sido olvidado por el jardinero. Pocos días después de su primera conversación con Ben, la niña estaba observando el muro cuando un soplo de viento movió una rama y vio brillar algo rojo y brillante. Posado en la parte alta y con la cabeza inclinada hacia ella, se encontraba el petirrojo de Ben.

—¡Oh! —gritó—. ¿De verdad eres tú?

Habló con toda naturalidad, dando por descontado que el pajarito la entendía y aún más, que éste le respondería. El petirrojo le contestó gorjeando y brincando sobre el muro. Mary pensaba que aun cuando no se expresaba con palabras, entendía lo que decía.

—¡Buenos días! ¿No te parece que el viento y el sol están espléndidos hoy? ¿Por qué no saltamos juntos? ¡Vamos, hazlo!

Mary empezó a reír, y mientras el petirrojo volaba a cortos trechos sobre el muro, ella corría a la par que él. Por un momento, la delgada, cetrina y feúcha Mary se transformó en una niña preciosa.

—¡Me gustas! ¡Me gustas mucho! —gritó, imitándolo, al mismo tiempo que cantaba y trataba de silbar. El petirrojo, muy satisfecho, cantaba y silbaba a su vez. Por fin, el pajarito extendió sus alas y, bruscamente, voló a la cumbre del árbol siempre cantando con fuerza.

Al oírlo, Mary recordó la primera vez que lo vio posado sobre el árbol tras el muro. En esa oportunidad ella estaba en la huerta; en cambio ahora se encontraba en el sendero que corría paralelo al muro. Pero desde ambos puntos, tras la muralla se veían los mismos árboles.

"El petirrojo vive en el jardín al que no se puede entrar —se dijo—. ¡Cómo me gustaría conocerlo!"

De inmediato corrió al lugar en donde había estado la primera mañana y alcanzó a ver al petirrojo en el momento en que éste abría sus alas para salir volando.

"¡Es el jardín, estoy segura de ello!", murmuró.

Caminó observando cuidadosamente el muro en toda su extensión, sin encontrar puerta alguna.

"Es muy extraño —pensó—. Ben Weatherstaff dijo que no había puerta y es así; pero hace diez años existía una entrada, puesto que el señor Craven enterró la llave".

Se interesó tanto en este problema que ya no lamentaba tener que vivir en Misselthwaite Manor. Por otra parte, en la India hacía tanto calor que, en general, no deseaba moverse; en cambio, el frío del páramo le estaba limpiando las telarañas de su joven cerebro y, poco a poco, todas las cosas que la rodeaban comenzaron a llamar su atención.

Pasó el día entero al aire libre y cuando esa noche se sentó a comer tenía hambre, y se sentía somnolienta y muy a gusto. Ni siquiera se molestó por la cháchara de Martha; al contrario, le agradaba y se preparaba para hacerle una pregunta cuando terminara de cenar.

—¿Por qué el señor Craven odia el jardín? —preguntó.

Con su acostumbrada sencillez, Martha se sentó junto a la niña al calor del hogar.

—¿Todavía piensa en el jardín? Sabía que le sucedería. A mí me pasó lo mismo cuando recién llegué aquí.

—¿Por qué lo odia? —volvió a preguntar Mary.

Martha trató de distraer a la niña hablando de otras cosas, pero, ante su insistencia, le contó todo lo que sabía:

—La verdad es que si no fuera por ese jardín el señor no sería tan extraño como es. Era el jardín que la señora formó apenas se casó. A ella le gustaba mucho y ambos cuidaban las flores, pues ningún jardinero podía entrar en él. Cerraba la puerta y los dos permanecían ahí, leyendo o conversando. Ella, que era una joven delgada, solía sentarse en la rama de un viejo árbol sobre el cual trepaban las rosas. Un día, esa rama se quebró y la señora cayó y se hirió tan gravemente que el accidente causó su muerte. El señor quedó desesperado y los doctores temieron que se volviera loco o que también muriera. Esa es la razón por la cual odia el jardín y no permite que nadie entre o hable de él.

Mary no hizo más preguntas. Mientras miraba el fuego, escuchaba cómo silbaba y rugía el viento. Se sentía bien pensando en las cosas buenas que le habían sucedido desde que llegara a esa casa: conversaba con el petirrojo, corría contra el viento y tenía apetito. Descubrió también que, por primera vez, sentía compasión por alguien.

Junto con escuchar cómo silbaba el viento, oyó algo más. No sabía lo que era, porque en un principio apenas distinguía ese sonido. Era muy curioso, como si en algún lugar llorara un niño; pero, en ocasiones, también el viento llora. Siguió escuchando y, al poco rato, Mary estuvo segura de que alguien lloraba muy lejos, pero dentro de la casa. Se volvió hacia Martha y preguntó:

—¿Oyó llorar?

Repentinamente Martha se confundió.

—No —contestó—. Es el viento. A veces suena como si alguien gimiera por sentirse perdido.

—Pero escuche —dijo Mary—. Es alguien en la casa, en uno de los corredores.

En ese momento en el piso bajo se abrió una puerta y una ráfaga de viento cruzó por el corredor abriendo violentamente la puerta de la habitación en que se encontraban. Ambas saltaron de sus asientos, en el instante en que se apagaban las luces y el llanto se escuchaba más claro que nunca.

—¡Escuche! —dijo Mary—. Le dije que alguien está llorando, y es un niño.

Martha corrió a cerrar la puerta con llave. Al mismo tiempo se escuchó que alguien cerraba otra puerta de un golpazo. Luego todo quedó en calma, incluso por un momento el viento dejó de rugir.

—Es el viento —dijo Martha tercamente—, o quizás, la ayudante de cocina que ha estado todo el día con dolor de muelas.

Pero algo preocupaba y molestaba a Martha, pues la niña, al mirarla fijamente, tuvo la impresión de que ella no estaba diciendo la verdad. 

El jardín secretoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora