XII.

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Aquella bodega estaba repleta de grandes bidones de madera, un líquido transparente y sumamente dulce los llenaba. Quizás, era la única forma que tenía Tommy de distraerse, muy pocos sabían lo que hacía en esas horas extras. Producir el mejor gin para los que estuvieran dispuestos a probar algo nuevo. Polly Gray, Finn Shelby (el menor de los hermanos), y él. Preparados para el desenlace, dispuestos a arriesgarse por un plan ingenioso. Una seriedad que los diferenciaba del resto, la solemnidad que hacía que varios les tuvieran miedo. Pero este no era el caso, los italianos se reían de ellos porque, al final del día, sólo uno ganaría. Y, seguramente, la victoria sería para Luca Changretta. Supuestamente, la familia cedería todo lo que tenía, quedarían en la quiebra y, a cambio, serían perdonados. Un trato bastante conveniente para los italianos, pero no podría ser tan fácil para ellos. Tal vez, el vencedor sería la persona menos esperada; tal vez, sí había oportunidad para los Shelbys. Esperaban impacientes, la hora casi llegaba y los minutos se hacían cada vez más eternos.

Luca Changreta junto a varios hombres armados, vestidos de negro y con sus gorros en la cabeza. Estaban ansiosos, pronto alguien triunfaría. No pudo evitar sonreír de una forma irónica, miraba con aires de superioridad porque esa imagen le parecía asombrosa, tres personas ridiculizadas, dispuestas a darlo todo, quedando en la pobreza absoluta. El simple hecho de que ellos no tuvieran nada, hacía que su corazón palpitara de la alegría. Antes que matarlos, sería mejor dejarlos en la ruina.

—Miren —dijo, mirando a sus acompañantes—. Lo poco que quedó de los malditos Peaky Blinders.

Ningún comentario, silencio absoluto. Uno de sus hombres se acercó a la mesa que los separaba, colocó encima unos cuantos papeles que debían firmar para que aquello fuera legítimo. Bares, restaurantes y bodegas: debían transferirlo a la familia de Luca Changretta. En caso contrario, morirían de inmediato. Los revisaron, uno por uno y con muchísimo cuidado. Les sacaron sus armas y quedaron completamente indefensos, vulnerables.

—Es una pena, ¿cierto, Thomas? —opinó de brazos cruzados, sin apartar los ojos de sus víctimas—. Que una belleza tan grande no esté aquí para acompañarte. Y nunca más estará —se acercó con lentitud y continuó—. Pero tú no estuviste esa noche, tendrías que haberla visto. Sólo mía.

Lo comprendió y la sangre le hirvió. Apretó sus puños con fuerza para contenerse, pero no podía cambiar el pasado. Había sido su culpa y Roxanne tuvo que caer bajo las garras un despiadado hombre. Prestar su cuerpo para que, el final, fuera diferente. No logró matarlo cuando tuvo la oportunidad y el trato quedó en el pasado, era imposible volver atrás y cambiar el pasado. Una gran carga tuvo que llevar la muchacha, eso nunca se lo perdonaría.

—Será mejor que firmen ahora —les mostró el bolígrafo con tinta negra—, pero de rodillas.

Y dejó caer el objeto al suelo, que se deslizaba por la habitación hasta chocar con los pies de Thomas. Los papeles también fueros arrojados y, como no hubo reacción por parte de los tres, el enojo y la impaciencia se empezó a apoderar de su cuerpo completo.

—Arrodíllate y firma— gritó mientras la mesa era lanzada hacia un costado.

—¿Sabes? —preguntó mientras sus rodillas hacían contacto con el frío— Una vez, un amigo mío me dijo que los grandes joden a los pequeños. Por eso, decidí encontrar a alguien más grande que tú.

Todo se trataba de negocios. Habían hablado con varias personas, personas con gran poder que eran superiores. Existían dos familias en Brooklyn que deseaban tener su monopolio de importación de licor en Nueva York. También, había un hombre de negocios en Chicago, estaba interesado en meterse en el negocio del licor. Sin la presencia del italiano, no debería haber guerra de por medio y todos saldrían victoriosos. Excepto Luca Changretta, que sus minutos estaban contados. Hasta sus hombres lo habían traicionado, porque los grandes joden a los pequeños. Esa era la regla.

—Hijo de puta —murmuró antes de sacar el arma de su bolsillo.

Pero fue imposible derrotar a Thomas Shelby con tanta facilidad, la pistola fue arrojada a lo lejos y los golpes comenzaron. Ambos se estaban lastimando, pero la adrenalina era tal que no podían sentir dolor.

Los pasos comenzaron a escucharse a la lejanía, sus tacones chocaban con la madera y, poco a poco, el sonido se acercaba más y más. La puerta se abrió de par en par, la esbelta figura de Roxanne destacaba en medio del caos y sus ojos dejaban ver el fuego que nunca se apagaba. Un bastón que la ayudaba a caminar, después de todo no había salido ilesa. Una larga sonrisa mostró cuando miró su rostro sorprendido, aquella expresión quería ver.

—Sorpresa —musitó mientras elevaba el arma hacia arriba, la tomó con fuerza y no permitió que ningún temblor la superara—. Arrivederci.

Dos disparos que acabaron con su vida. Pero fue uno de ellos el que llegó a su sien, marcando un antes y después en la historia. Habían estado practicando a escondidas, en un lugar donde nadie pudiera verlos, Thomas le daba clases a Roxanne para aprender a apuntar y disparar. Fue una gran sorpresa para él, pues la muchacha no tardó mucho tiempo en aprender, como si tuviera un talento oculto. Parecía justo, ella debía terminar con su vida, finalizar con todo aquel embrollo para poder respirar con tranquilidad de nuevo. Tommy no opuso resistencia, pues se lo debía de alguna forma. Un instinto asesino nació en su corazón, quería ver la sangre fluyendo de su cuerpo, quería ver cómo la luz se escapaba de sus ojos hasta el momento de su muerte. Y no fallaría, no se lo permitiría. Cuando el cuerpo cayó al suelo, una oleada de satisfacción y tranquilidad la invadió. Prefirió mantener la compostura y no expresó gesto alguno.

Sabía que, luego de ese hecho, nada volvería a la normalidad. Después de todo, su vida se había convertido en un desorden, desde que comenzó a relacionarse en profundidad con Thomas Shelby su mundo cambió. Lo pensó por mucho tiempo, era lo que quería. Elegía amarlo intensamente, lo elegía a él y a nadie más. Sabía que aquella relación era peligrosa y caótica, pero estaba dispuesta a correr riesgos. Por fin se sentía viva, la libertad llenaba cada poro de su piel. De eso se trataba, de fluir con naturalidad, sin prejuicios ni distinciones. Había tomado una decisión y sería imposible convencerla de lo contrario. En el fondo, eran idénticos, dos corazones heridos que podían latir de nuevo. Simplemente debían soñar, permitirse ser y respirar.

Lazos del caos | Thomas ShelbyOnde histórias criam vida. Descubra agora