-Oye, ¿debería tener una voz en mi cabeza?

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—Oye, ¿debería tener una voz en mi cabeza?



En Miracruz, lo primero que le dicen a los niños que ingresan en agosto, es que la Sala de los Objetos posee vida y magia propia. Ningún niño que entrase, podía salir de ahí sin un objeto y el que sería su compañero durante los años de estudio.

Llamarla “sala” no es del todo correcto. Para empezar, es casi un almacén que aparece cuando se requiere y se desvanece cuando lo considera apropiado. Nadie le puede dar órdenes, igual que sucede con una gran variedad de habitaciones, plantas y artículos del resto del colegio; es lo que ocurre cuando se impregnan de tanta magia. Es caprichosa, y a veces, malhumorada. Un par de ocasiones se ha registrado que las pruebas para compañeros de cuarto tuvieron que hacerse en una fecha distinta a la pautada, porque la sala no quiso mostrarse.

La sala estuvo de buenas cuando le tocaba al grupo de Axier.

—Daria, Daria. Axier Daria —Una profesora anciana, casi por completo escondida bajo capa tras capa de ropa, cabeceó en dirección a la entrada—, tú también tienes que pasar, muchacho, ¿qué esperas?

El procedimiento era muy simple; después de que sus representantes conversaran con la profesora Quimera, les daban un par de semanas para recoger sus pertenencias y viajar hasta Miracruz. Ponían un pie dentro del terreno cuando otros niños de once años aún estaban de vacaciones. El mismo día de su llegada, los formaban para ingresar a la Sala. Pasillos estrechos y otros más anchos, escaleras en los costados, estantes bajos y algunos que alcanzaban el techo, mesas y exhibiciones con agujeros en los cristales. Eso era la Sala. Un espacio de magia pura, el claroscuro producto de la escasa iluminación que accedía por el tragaluz mal ubicado, y un montón de polvo mágico con aroma a antigüedad, a encierro.

Lo único que debía hacer era elegir un objeto y salir con su compañero. Sólo existían dos objetos de cada tipo, miles, puede que millones de ellos, y podían seleccionarlos por cualquier método. Se les permitía ir juntos, hablar entre ellos, sujetarlos para asegurarse de que no fuese ese. Cuando lo encontrasen, lo sentirían.

Su hermana solía contarle lo que era hallar “tu objeto”. Una sensación fascinante, un hormigueo en la piel, tibieza en el pecho, el cosquilleo en las yemas de los dedos que te servía de aviso, ese tirón de tu cuerpo, que te llevaba al preciado objeto, y con este, en busca del compañero. Los compañeros eran muy relevantes en Miracruz, ya que todas las habitaciones se compartían. Se creía que los objetos conectaban a aquellos destinados a aprender algo del otro, jamás fallaban, y nadie se quedaba solo.

Axier conocía las historias, no sólo las que Verónica le narraba, sino también las del resto de su familia. Todos fueron brujos. Todos asistieron a Miracruz. Su tradición se remontaba a siglos y los objetos, cómo los encontraron, y a qué compañero los guio (y el por qué a ese, sobre todo), fueron sus cuentos preferidos de pequeño. El suyo no podía quedarse atrás.

Pero también existía ese miedo. Leve y tímido consigo mismo, un miedo que era como un animal diminuto que prefería meterse a un escondrijo y observarlo desde un rincón de su cerebro, porque sin decir ni hacer nada, soltaba el temor para invadirlo todo.

¿Y si no lo encontraba?

Las posibilidades eran escasas. Incluso cuando un grupo terminaba en número impar, la directora brindaba una oportunidad a un estudiante que no estuvo en el listado original, y cada quien tenía su compañero. Sin excepción.

¿Y si no le agradaba?

Bueno, nadie decía que tenía que agradarle su compañero de cuarto. Su hermana no se llevó bien con la suya por los primeros cuatro años.

El problema de AxierKde žijí příběhy. Začni objevovat