d o s.

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Eché una ojeada a mi entorno, repiqueteando distraídamente mi zapatilla en la pata del escritorio. El profesor nos había asignado mostrar ante la clase un objeto que tuviera algún significado emotivo para nosotros (algo muy público para mi gusto, pero hace algún tiempo había aprendido que mi opinión no valía en este juego). Si mis técnicas de evaluación visual eran correctas, yo sería la única persona nerviosa en todo el campo del salón. Mis compañeros mostraban sus habituales rostros inexpresivos, como especímenes salidos directamente de una prueba en la que se afirmaba que el aburrimiento y la pereza podrían consumir a todo un grupo de seres vivos. La mayoría mantenía su mirada en un punto ciego, por lo que no hubo rastro de incomodidad cuando les observé sin disimulo. Habían dejado sobre su pupitre aquel objeto que valoraban (desde collares con dijes estrambóticos hasta envases de comida para peces), todos luciendo dispuestos a pasar al frente cuando el profesor les llamara.

No obstante, mi situación era totalmente distinta y precaria mientras balanceaba mi sombrilla como tic nervioso.

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