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Sky

―¿Eso no es mucha comida para ti, Sky? ―me preguntó mi abuela.

Removí la verdura con pollo troceado antes de girarme para mirarla, sin entender por qué era solo para mí. Mi abuela iba perfectamente arreglada y se pintaba los labios usando una espátula como espejo.

―¿Dónde vas? Estaba haciendo la cena para las dos ―dije boquiabierta, apartando la sartén del fuego, porque ya estaba listo.

―Ya te dije que me iba de fiesta, cariño. ¿Quieres venir?

―No ―me negué, ligeramente enfurruñada―. Aunque estás preciosa, pero pensé que descansarías... Vine el jueves porque no podías ni levantarte de la cama ―le recordé.

―No voy a dejar de hacer mi vida cada vez que me duela la espalda, Sky. Ya he descansado y estoy mejor. El doctor Brown me ha recetado unas pastillas maravillosas. Así que ahora me voy con mis amigas de fiesta, ¿quieres venirte o que sigan confundiéndote con mi abuela?

Apreté los labios para no reírme de su insulto, pero acabé agachándome para darle un beso en su mejilla llena de arrugas y colorete. Mi abuela era la persona más increíble que conocía en el mundo, y no solo porque a sus sesenta y nueve años fuera capaz de hacerse la raya del ojo mejor que yo. Era porque hacía sonreír su corazón cada día mejor que cualquier otra persona que conociese.

Sujeté su mano con dulzura, reacia a dejarla ir. Su piel arrugada y fina como el papel de fumar envolvió mi mano a la velocidad de una pantera y su sonrisa de dientes postizos iluminó su rostro.

No siempre fue así. Mi abuelo había sido un tipo duro y autoritario que la hizo infeliz hasta la amargura. Alguna vez, pensé que se moriría de pena, pues todo lo que mi abuela hacía mientras él vivía era llorar y coser. Cocinar y limpiar. Ser una esclava muerta en vida. La noche que él murió, ella nació, floreció.

Quizá era horrible para mí pensar así de mi abuelo, pero tampoco le recordaba con cariño. Yo tenía doce años cuando aquello pasó. Fue fulminante, un infarto. No hubo nada que hacer. Mi abuela le guardó un luto riguroso un mes entero. El día treinta y uno después de su muerte, fue a la peluquería y se tiñó y arregló su pelo blanco, se gastó la pensión de un mes en ropa de colores alegres y se metió en internet para encontrar un grupo de amigas.

Llevaba el pelo corto con mechas de color naranja, que combinaban perfectamente con su vestido oscuro con ribetes y con su maquillaje perfectamente aplicado. Yo le había regalado un curso de maquillaje con mi primer sueldo varios años atrás.

Era fascinante ver a esa mujer disfrutar del mundo. A veces solo me sentaba a mirar como jugaba con sus amigas a las cartas los sábados por la mañana o salía con ellas a tomarme una copa al pub de Millerfort. Y se divertían muchísimo más que yo con mis amigas, eso tenía que reconocerlo. Poca gente podía reírse desde el corazón con esa facilidad y con tan poco.

Economía de la alegría, me gustaba llamarlo. Y mi abuela era una experta. Me encantaba mirarla con toda la fascinación que sentía por ella, a la espera de convertirme en alguien igual de especial algún día.

―¿Vendrás? ―insistió.

―¿Por qué no cenas conmigo? ―la tenté yo.

―Porque luego Margie se queda el mejor asiento... ―bromeó―. Sal un poco, hija, tienes que encontrar a un hombre bueno que te haga sonreír.

―Millerfort no tiene nada que ofrecerme, abuela, ya lo sabes. Además, no creo que precisamente tú, debas hablarme de hombres...

―Los hay buenos... Como el doctor Brown...

Cuando te coma el lobo  - *COMPLETA* ☑️Where stories live. Discover now