Anteojos

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Anteojos

El aire desapareció de mis pulmones como si hubiera recibido un balazo en las costillas. Olvidé la sensación pegajosa que rodeaba a mi pie dentro del zapato y corrí hacia Olivia en un intento desesperado de no perderla de vista nunca más. Se transportaba en un flote ilusorio; una torpe pierna quedándose atrás, la otra luchando por mantenerse sobre los prominentes charcos de lluvia y el bastón apenas sostenido en su resbaladiza mano empapada. Se había detenido para abrir el enorme paraguas sobre su cabeza y, luego de una ardua lucha que presencié en contra de sus dedos entumecidos, logró erguirlo sobre su cabeza antes de que fuera demasiado tarde. Pude notar cómo su cuerpo se relajaba bajo el cobijo de la tela; un suspiro de alivio atrapado en su mandíbula.

Caminó a un paso lento, entrecortado, que me hizo demasiado fácil aproximarme a ella en poco tiempo. Sin embargo, al tenerla tan cerca que podía vislumbrar cada rasgo, cada pequeño movimiento, cada gesto de su parte, me acobardé; mis inminentes miedos me obligaron a quedarme alejado de lo que habría sido nuestro último adiós, la despedida definitiva. El pecho apretado, la respiración acelerada, los ojos aguados de lágrimas. Sólo me quedé observándola, con su belleza sempiterna, antes y después de la muerte; varado en medio de la acerca, sumamente roto por dentro, con Olivia a pocos metros.

No lo hice. Me mantuve a distancia prudente, atrás.

Con cara de sonrisa contenida, se dejó caer en la parada de autobús más cercana. El estrepitoso techo la cubría de la tormenta, así que cerró el paraguas y bufó con hastío. Olivia parecía haber atravesado una transformación brutal; me costaba reconocerla tras la enorme capa de cambios. Llevaba el esponjoso cabello rojo empapado hasta la cintura, el abrigo negro apretado en la cintura, el rostro níveo con las claras pecas ocultas bajo el maquillaje corrido. Frotaba sus anteojos redondos contra un pañuelo, intentando secarlos vanamente, y parpadeaba sin lograr aclarar su vista.

La contemplé, recordando los momentos, los propios de siempre; las cicatrices que había palpado, las marcas sinuosas en su piel, el dolor que experimentaba cuando pasaba mi mano por ellas. Las sonrisas que reproducía cada vez que nos comportábamos como estúpidos; cuando corríamos bajo la lluvia en días como aquel noviembre invernal en el que nos ocultamos en una tienda de bisutería y me obligó a probarme collares y salí con algo similar a un piercing en la oreja. Los labios voluminosos que me recorrieron días atrás sin saber que sería la última vez; tiempo efímero, final irremediable. Me apoyé bajo el mismo techado que ella, en silencio por dentro y por fuera.

No hice atisbo de sentarme; me limité a permanecer de pie junto a los tubos que sostenían el resguardo. Crucé los brazos, apoyé el peso en el tubo. No fui notado por ella en ningún instante. Ella sólo procuraba regresar los cristales de sus lentes a la normalidad.

La lluvia menguaba. Las salpicaduras sobre mi cabeza se hicieron tan débiles que se confundían con la fuerza de mi intento desesperado de verla una vez más.

Olivia, furiosa, se colocó los anteojos en el tabique de la nariz. Frunció el ceño inmediatamente y los apartó de su cara. Se frotó los párpados con el puño cerrado, aún negándose a aceptar que no funcionaban en sus ojos. Empezaba a asustarse y yo no entendía del todo el porqué. Aunque la lluvia nos mantenía de cierta forma clausurados bajo el mismo espacio, ella se negaba a verme o a aceptar mi presencia. Luego de varios intentos fallidos, lanzó los anteojos al suelo y los aplastó contra su pesada bota ortopédica. Ahogué un grito, anonadado por completo. ¿Qué le sucedía a Olivia? ¡Estaba más loca que de costumbre! Entonces pareció reaccionar de sopetón, como si un olor penetrante la hubiera despertado; agarró las ruinas de sus lentes del suelo y los colocó en su regazo. Lloraba como nunca antes la había visto llorar. Los lagrimones se acumulaban en sus ojos y caían sobre sus mejillas en ríos monumentales. Quise consolarla, arroparla en mis brazos, pero ambos sabíamos que ello era imposible. Olivia no me observaba; sólo veía más allá de mí, perdida.

Tomé un gran atrevimiento. Al saber que ella no me veía, sólo me quedaba esperar que sintiera mi proximidad, mi presencia a su lado.

¿Por qué no me sentía feliz de encontrarla?

Me senté a su lado en la banca. Fijé la mirada, al igual que ella, en la parsimonia con la que la lluvia caía hasta extraviarse en el suelo.

Un montón de emociones contradictorias se arremolinaban en mi pecho; no sabía qué sentir o cómo actuar sin verme a mí mismo como a un bobo ser humano que se aferra a la presencia de la muerte cada segundo con más fuerza, no queriendo aceptar la gran franja que separaba a la Olivia de antes, a la Olivia del último aliento y a la Olivia que estaba a mi lado en ese instante. Parecía tan viva, tan llena de esencia que exprimir. Sus ojos eran los mismos, las mismas cuencas marcadas y las ojeras moradas y las pupilas dilatadas y el iris apagado. Sólo al percatarme de que enumeraba detalles sin sentido, una palabra tras otra, descripción y descripción, me di cuenta de que nos estábamos viendo tan fijamente que lucíamos como bestias enemigas por predisposición genética. Sus ojos estaban en los míos y los míos en los de ella. Un mismo vistazo compartido, conexión inevitable en un mismo pensamiento.

La vieja costumbre de sólo observarnos sin hablar, sin necesidad de abrir la boca para entendernos.

«Estás aquí».

─Olivia ─murmuré, ahogado en un sollozo─. ¿Eres tú?

La mirada perdida de ella confesó lo inevitable.

No podía verme, pero supo que estaba a su lado.

─Poe ─llamó ella.

Su voz me sacó una sonrisa conmovida.

─Sí, soy yo, mi amor.

Entonces, sin previo aviso, su mirada se oscureció. Se levantó de su sitio con el bastón apenas aferrada y, a la defensiva, retrocedió hasta golpear su espalda contra los barrotes que sostenían el techo. Su expresión aterrorizada, de ojos temblorosos de pánico y palidez de muerte, me dejó incapacitado. Procesé su boca entreabierta y temblorosa, los hombros trémulos, las cejas arqueadas, concluyendo que sólo yo pude causar esa reacción. Tragué grueso, no entendiendo nada de lo sucedido, y sólo pude permanecer quieto en mi lugar con cara de incomprensión.

─Vete, ¡déjame sola! ─gritó, rompiéndome en mil pedazos.

Jaula de aves negrasTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang