Capítulo II

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Los gritos ahogados fueron breves, pero la sangre pareció durar igual que un diluvio. La misma estaba salpicada en cada uno de los incrédulos rostros de los invitados, que ahora no movían ni un solo dedo por temor a ser el siguiente objetivo.

—Gracias, cariño —dijo el hombre una vez todo cesó—. Espero que esto les sirva de advertencia para todos.

Gerald observó el cuerpo desfigurado del moreno tendido en el suelo, sin rastros de vida alguna, mientras el sudor y la sangre trazaban caminos por su pálida piel. No podía hablar, pensar o siquiera reaccionar. Definitivamente la situación se había vuelto una pesadilla.

—Qué emocionante. —Una voz masculina se incorporó a la escena. El hombre avanzó por el gran salón con un arma entre manos que aun desprendía un hilo de humo del cañón. Atravesó el cadáver y luego el puñado de invitados, hasta llegar finalmente junto al anfitrión para depositarle un crudo beso —. Perdón por quitártelo, cielo. Es que no me pude resistir.

—Bueno, uno menos, todavía quedan once —dijo, sin darle tanta importancia.

Alguien había muerto de la manera más horrible y no les importaba en lo más mínimo, sino peor aún, ¡lo disfrutaban! Eran un par de asesinos de pies a cabeza. ¿Y los demás? ¿Ellos también lo eran? ¿Acaso Gerald estaba rodeado de asesinos? ¿En qué lío se había metido él, que era incapaz de matar a una mosca?

—Voy a ser muy breve, así que abran bien las orejas y escuchen atentamente —advirtió el anfitrión—. Ustedes están aquí por su libertad, y la manera de conseguirla será con una noche de caza. Deberán mantenerse en pie hasta el amanecer, de lo contrario morirán durante la madrugada, ya sea por mí, por él o incluso por ustedes mismos. —Dio un firme paso hacia el frente para proseguir —. Puede que esto les parezca descabellado, pero véanlo como una oportunidad de recuperar sus vidas. Ese es el riesgo a correr, un riesgo justo, suponiendo lo que han hecho para llegar hasta aquí.

El silencio inundó nuevamente el salón. La noche iba a ser un infierno para Gerald. ¡Quizá fuese su último día de vida! No podía terminar de creérselo.

Los presentes intercambiaron miradas entre sí. Ya no se veían con ese regocijo de hacía un rato atrás, sino que se había convertido en una intimidación patente. Claro, ahora cada uno representaba una amenaza para el otro, aunque Gerald no era ninguna amenaza para nadie.

«Seis hombres y cuatro mujeres» —divisó Gerald. Diez personas se interponían entre él y su libertad, diez personas que podrían encontrar mil formas distintas de matar. Ah, y había que sumar a dos lunáticos persiguiéndoles detrás. Y quién sabe cuántos peligros más estuviesen escondidos por ahí, la noche apenas acababa de comenzar.

—Todo esto está mal —dijo una mujer empapada en sangre—. No nos pueden hacer esto, ¡no somos animales!

—Oh, claro que lo son —afirmó el anfitrión—. De hecho, ustedes son bestias, bestias horribles que se han llevado vidas consigo, y es por eso que ahora deberán pagarlo con la suya.

—¡No tiene sentido! —exclamó, enfurecida— ¡Usted no es nadie para decidir sobre nosotros!

—¿Enserio? ¿Acaso tú pensaste en eso cuando asesinaste a tu hija? — Tras esas palabras, la mujer se calló de inmediato —. Te conozco muy bien, Leticia. A ti y a todos ustedes, por eso están aquí.

Gerald detuvo su mirada en esa mujer, Leticia. En sus ojos solo se encontraba un profundo vacío. Parecía estar perdida en algún lugar lejos de donde realmente se encontraba, o tal vez atrapada en las telarañas del terror. Seguramente sería una de las primeras en caer.

Tras un momento de reflexión, Gerald se dio cuenta que él también se encontraba así. ¡Estaba dejándose atrapar por el miedo! Debía inmediatamente reaccionar y salir de ahí. Era hora de saber qué hacer.

Mientras la conmoción mantenía atrapados a todos, Gerald aprovechó para buscar rápidamente alguna salida. A través de las ventanas visualizó una hilera de pinos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Si se trataba de una cacería, tal vez pudiese esconderse en la oscuridad hasta el amanecer. Huir y esconderse. Al menos era mejor que nada.

—Ya casi es hora —anunció el anfitrión.

Un gran reloj relucía sus agujas doradas a lo alto de la chimenea apedreada. Eran casi las doce en punto.

—Cuando escuchen la campanada, comenzará la diversión —anunció la pareja del anfitrión con alegría en su voz—. Tendrán un minuto de ventaja, y luego serán nuestros por el resto de la noche. Una vez el primer rayo de luz caiga sobre la casa, resonará nuevamente la campanada indicando el fin de la cacería. ¡Todos los que sobrevivan hasta ese momento, serán libres de irse!

Ya estaba hecho. Una vez se diera comienzo, Gerald correría hasta donde le aguantasen las piernas. Y luego, con un poco de suerte, tal vez pudiese encontrar un buen escondite donde ocultarse hasta el alba.

Echó un último vistazo a sus oponentes. Entre el sinfín de expresiones que podía ver, encontró a un hombre que lo observaba fijamente. Gerald se sobresaltó y apartó rápidamente la mirada. ¿Qué había sido eso? ¿Ya lo tenían en la mira? ¿Acaso irían tras él?

En medio del torbellino de preguntas, el estrépito de la campanada resonó por todos los rincones del gran salón.

Noche de Caza ©Where stories live. Discover now