CAPÍTULO DIECISIETE

347 47 181
                                    

16 de septiembre de 1996, Santiago. 

Tras la partida de Ezequiel y Zacarías, Lear siguió sentado sobre un montón de libros con el tomo de tapas de color marrón entre las manos. Le gustaba tener al par de hermanos cerca, sobre todo por esas bromas y códigos internos que compartían. Él mismo venía de un grupo lleno de esos códigos, pero en su caso solían significar secretos terribles, planes oscuros, dolor ajeno. Los que veía fluir entre los niños eran una muestra de confianza, la señal de que pertenecían a la misma historia. 

Sin embargo, a pesar de disfrutar cuando lo visitaban, en ese momento necesitaba estar solo. Con el libro que había buscado por tanto tiempo por fin entre las manos, prefería estudiarlo sin que nadie le hiciera preguntas y, sobre todo, sin que Ezequiel fuera capaz de leer lo que sentía. 

—"El subterráneo de los Jesuitas" —murmuró, contemplando el libro. 

Lo que tenía en las manos era un tesoro bibliográfico. Cualquiera que supiera un poco de literatura chilena lo sabía. Sin ninguna edición reciente, ni proyectos de hacerlo pronto, la única forma de conseguirlo era comprando algún ejemplar tan antiguo como el que sostenía, que probablemente estaría en pésimo estado. El que ahora le pertenecía estaba casi intacto; solo mostraba las señales que el tiempo dejaría en cualquier libro con tantas décadas de antigüedad. Pero su importancia no terminaba allí: era lo que había dejado su último lector entre sus páginas lo que más le interesaba. Las señales de sueños y recuerdos. 

Cerró los ojos y respirando con calma, hizo pasar las páginas. Lo hizo con lentitud, buscando entre ellas la historia que se mezclaba con la que el propio Ramón Pacheco, autor de "El subterráneo de los Jesuitas", había escrito a finales del siglo XIX. Con las yemas de los dedos buscó el rastro del último que había hecho eso y con el pasar de los segundos llegó a verlo: de pelo blanco, lentes de marco oscuro que debía ajustarse cada pocos minutos sobre la nariz, ojos siempre hambrientos de más libros. Alguien como él. 

Pasados unos segundos, tras la imagen de ese rostro, se sucedieron escenas que no pudo comprender del todo. Gente que corría, hombres vestidos de uniforme, niños asustados, un joven de chaqueta verde siendo llevado a la fuerza hacia un camión oscuro. Entonces lo supo, así había sido el fin del Nido. Así los predecesores de la Compañía habían puesto en marcha su plan para hacerse con la niña llamada Julieta. 

Abrió los ojos y frente a él vio a un hombre sentado frente a él. Dio un pequeño salto de sorpresa antes de reconocerlo. El recién llegado, ante su reacción, sonrió. 

—Sé que no nos vemos hace tiempo, Lear, pero no es para que te asustes tanto al verme. 

—Duncan. 

Este se puso de pie cuan alto era y miró a su alrededor. Lear lo observó, sintiendo una extraña mezcla de emociones en su interior. Una parte de sí, la más primaria, se alegraba de verlo;  la otra, en la que primaba la cautela y la sospecha, no olvidaba que Duncan era siempre un mensajero de Calibán, lo quisiera o no. Como un Telequinético Menor, no le quedaba más remedio que obedecer al Tercero de los Mayores.

Cuando Duncan se aburrió de hacer turismo, lo observó con la cabeza ladeada. Tenía el rostro de pájaro pálido y los ojos color miel rodeados de profundas ojeras. Aún así, se le veía saludable vestido a la manera de los jóvenes del exterior, con jeans holgados, polerón canguro y zapatillas de lona. 

—¿Solo eso me vas a decir? —espetó con su voz animosa. Al decir lo siguiente, sin embargo, la cambió para darle el tono de nostalgia típico de Lear—: "Duncan". Como si yo no supiera cómo me llamo. 

—Es que... estoy sorprendido... De verte. 

—Sí, sí... Ya te vi. Estabas leyendo. —Se rascó la nuca, frunciendo sus facciones en un gesto que indicaba incomodidad—. ¿Algo interesante?

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Where stories live. Discover now