Siete

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Observé mi reflejo en el espejo del baño, con esos ojos míos que eran casi imposibles de descifrar. Pero algo era claro, no me gustaba lo que veía.

Algo dentro me decía que el cuerpo que tenía no era mío, no completamente al menos. Que debería ser menos plano del pecho, debería tener curvas y, maldita sea, debería no tener un puto pene. Quería ser mujer, necesitaba ser mujer, debería ser mujer. Sentía que si seguía la fachada de hombre iba a morir de la desesperación.

La disforia me iba a matar, y si no lo hacía, yo misma me iba a encargar de eso.

Quité la vista y decidí acomodar la toalla de baño que rodeaba mi pecho hasta arriba de los tobillos, y salí del baño buscando en mi clóset la típica ropa holgada que usaba para no verme el cuerpo.

Cuando terminé, me fuí a la cocina donde mi mamá preparaba el desayuno. Le dije los buenos días mientras ella dejaba la comida en la mesa y se sentaba, comenzamos a comer hablando una que otra vez. Al terminar regresé a mi baño para cepillarme los dientes y peinarme un poco mi cabello, lo había estado dejando crecer estos últimos meses. Después recogí mi mochila de la cama y me aseguré de tener todo lo necesario, luego fui a despedirme de mi mamá, salí de la casa. Me subí a mi bicicleta y pedaleé siguiendo el camino que estaba tatuado en mi mente: la escuela.

Era una mañana fría y con un aire embriagante, petricor. Seguía pedaleando, seguía pensando en el vacío. El Sol era algo extraño en estos tiempos, una bola más blanca que el mismo cielo. Las nubes, por lo contrario, eran de un tono gris. Evité el bache que estaba en la carretera, también evité el perro que se metió de la nada en mi camino. No tardé mucho en llegar a la escuela, aunque no fuese a tiempo.

Como la reja estaba cerrada decidí saltármela, pero bien sabía que cuando se dieran cuenta lo que hice iría a la dirección o peor, la psicóloga de la escuela. Y bueno, estaba en lo correcto. Me atraparon y mandaron con lo peor de lo peor, la mujer más asquerosa y repugnante: Marta, la mujer que mató a mi hermano.

El olor a cigarro inundó mis fosas nasales al entrar a su oficina, su escritorio estaba siempre lleno de papeles y lápices, y esta vez no sería la excepción. Ella me saludo con su típica voz monótona y nasal, verla ahí sentada hizo que apretara los tirantes de mi mochila, me senté en la silla vacía.

Hablamos, o al menos ella intentó sacarme conversación y yo solo la ignoré, al final pareció hartarse.

-No es la primer vez que haces esto -dijo, haciendo una mueca y arrugando su nariz-. Y ya hemos hablado antes, eso no está bien. Entrar a la escuela cuando están las rejas cerradas, y salir de la escuela cuando no es la hora -me miró de arriba a bajo-, tu rebeldía está saliéndose de control. No estás yendo a tus clases y, cuando lo haces, no entregas tus trabajos. Necesito que me hables, que me digas por qué estás haciendo lo que estás haciendo.

De mis labios no salió nada, solo me centré en mirarla. Marta suspiró, masajeando sus sienes, sus lentes se movieron de su lugar con el movimiento. Me dijo algo sobre que después hablaríamos con más calma y que me fuera a clase, hice lo que me dijo.

Salí de su oficina con un sabor amargo en mi boca y dolor en mi pecho, no dejé que se me viera lo que estaba sintiendo. Usé mi mejor máscara y sonreí mientras iba a la clase que me tocaba, nadie estaba a mi alrededor y aún así sentía que debía mantener una imagen, pero no sabía por qué.

Cementerio de las mariposasWhere stories live. Discover now