9

108 14 2
                                    

LOS RESTOS


Y ahora llega la parte más extraña de mi relato. Y, sin embargo, quizá no sea del todo extraña. Recuerdo clara, fría y vívidamente todo lo que hice aquel día hasta el momento en que me hallé parado, llorando y alabando a Dios, sobre la cima de Primrose Hill. Lo demás no lo recuerdo...

De los tres días siguientes no sé nada. Después me enteré de que no fui yo el primer descubridor de la derrota marciana. Hubo otros vagabundos que lo descubrieron la noche anterior. Un hombre —el primero— había ido a St. Martin's-le-Grand, y mientras me hallaba yo en el refugio para cocheros, logró telegrafiar a París. De allí se retransmitió la noticia a todo el mundo. Mil ciudades, aprisionadas por la más terrible aprensión, se iluminaron de pronto; lo sabían ya en Dublín, en Edimburgo, en Manchester, en Birmingham, cuando me encontraba yo parado al borde del pozo.

Ya los hombres, que lloraban de gozo, interrumpían su trabajo para felicitarse y darse la mano. Otros trepaban a los trenes para dirigirse a Londres. Las campanas de las iglesias, que enmudecieron quince días antes, empezaron a tocar a vuelo y resonaron en toda Inglaterra. Hombres en bicicletas, flacos y desaliñados, corrían por todos los caminos comunicando a gritos la noticia. ¡Y los alimentos! Desde el otro lado del canal, del mar del Norte y del Atlántico llegaban ya cargamentos de trigo, pan y carne. Todos los barcos del mundo parecían dirigirse a Londres en aquellos días.

Pero de esto nada recuerdo. Yo vagué demente por las calles. Me encontré, al fin, en la casa de ciertas personas bondadosas, que me encontraron al tercer día andando sin rumbo, gritando y llorando por St. John's Wood. Después me dijeron que iba cantando una canción improvisada sobre «el último hombre en la Tierra». Preocupadas como estaban por sus propios asuntos, esas personas, a quienes tanto debo y cuyas bondades quisiera agradecer, pero que ignoro sus nombres, me tomaron a su cargo y me cuidaron. Al parecer, se enteraron de fragmentos de mi historia durante los días en que estuve delirante.

Cuando se hubo recobrado mi mente, me dieron con gran suavidad la noticia del destino corrido por Leatherhead. Dos días después de quedar yo aprisionado en la casa derruida, un marciano destruyó aquella población por completo y exterminó a todos sus habitantes. Al parecer, la barrió por completo sin la menor provocación, como podría un muchacho aplastar un hormiguero sólo por capricho.

Era yo un hombre completamente abatido y fueron muy buenos conmigo. Con ellos estuve durante cuatro días después de recuperarme. Todo ese tiempo sentí un anhelo inmenso de ir a ver lo que quedaba de aquella vida tan feliz de mi pasado. Era un deseo desesperado de contemplar mi propia desdicha. Ellos me disuadieron e hicieron todo lo posible por convencerme de que no lo hiciera. Pero, al fin, no pude resistir ya el impulso y, prometiéndoles que volvería, me separé de ellos con lágrimas en los ojos y salí de nuevo a las calles, que viera por última vez oscuras y abandonadas.

Ya estaban llenas de gente que volvía, en ciertos lugares vi abiertos los comercios y descubrí una fuente de beber ya en funcionamiento.

Recuerdo lo hermoso que parecía el día cuando inicié mi melancólica marcha hacia la casita de Woking y el numeroso público que andaba por las calles, ahora llenas de vida.

Había tanta gente en todas partes, que me pareció increíble que una gran parte de la población hubiera sido sacrificada. Pero luego noté la palidez de todos, el desaliño de la mayoría, la fijeza de las miradas y los harapos de muchos. Los rostros se mostraban con dos expresiones: un júbilo extraordinario y una resolución sañuda. Salvo por este detalle, Londres parecía una ciudad de vagabundos. En las iglesias distribuían el pan que nos enviara el Gobierno francés. Los pocos caballos que vi estaban terriblemente flacos. Delgados agentes especiales, con un brazalete blanco sobre la manga, ocupaban casi todas las esquinas. Vi poco de los daños causados por los marcianos hasta que llegué a la calle Wellington, donde descubrí la hierba roja que trepaba por los paramentos del puente de Waterloo.

La guerra de los mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora