La estrella viajera

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Montreal, 22 de julio de 2020

A pesar de los tubos en su nariz, su abuela no dejó de sonreír en ningún momento.

La luz se filtraba por las finas cortinas de la sala de estar con vehemencia, en una de las muchas tardes interminables del verano. Las paredes se cernían en torno a ella, en su centésimo trigésimo segundo día de confinamiento. Poco importaba que los comercios recién comenzaran a retomar sus actividades; su ciudad continuaba en constante observación, declarada como el epicentro de la pandemia en la provincia. Los casos bajaban cada día, pero no al ritmo deseado. Las medidas no fueron suficientes para su familia.

El examen de su abuela dio positivo.

Celeste fue incapaz de observar su celular más tiempo, sintiendo el característico escozor en sus ojos y la sequedad en su garganta cada vez que hablaba con ella. Apenas pasaron tres días desde que los síntomas aparecieron, un tormento perpetuo que podía complicarse en cualquier momento. ¿Qué haría entonces? No quería pensar en eso.

Volteó a ver hacia el techo, tomando una bocanada de aire. En aquel silencio desolador podía diferenciar los pitidos de las máquinas, el oxígeno bombeado a los pulmones de su abuela y el bullicio de los médicos. Las lágrimas amenazaban con salir frente a ella, sin nadie a quien abrazar. Estaba sola en aquella casa inmensa, con las sombras como única compañía.

—No puedo más, abuelita —Celeste se limpió los ojos, antes de volver a verla—. ¡Odio todo esto! ¡Odio el confinamiento, la cancelación de mi graduación, el tonto virus y el distanciamiento social! ¡Nada en este año ha sido bueno!

Su abuela la observó un momento, una fuerte tos apoderándose de ella poco después. La joven se limitó a observar, paralizada, mientras su corazón se detenía.

—No quiero que mueras, abuelita —susurró, derrotada. Esas palabras que no se atrevía a pronunciar, ahora que las escuchaba...

—¿Qué es lo que repiten todos sin parar, Celeste? —dijo ella, sonriente—. Ça va bien aller*. La batalla no ha terminado, no cuando existe algo primordial que debo hacer todavía. Algo único en esta vida.

—¿Qué cosa?

La chica se limitó a observarla, confundida. No comprendía a qué se refería, qué podía ser tan importante como para mantener sus esperanzas tan altas. La mujer le dedicó una mirada traviesa, una que sin querer, le generó cierta calidez en su corazón.

—Quiero conocer la estrella viajera.

No reaccionó. Su rostro se curvó en una mueca de sorpresa, con un atisbo de duda. Creía recordar algo sobre el tema, a su abuela mencionándolo en la cena hace unas semanas, poco después de llamar a su madre. Ninguna le prestó atención al principio, por mucho que ella insistiera en quedarse en el patio cada noche. El telescopio y los binoculares aún descansaban sobre el escritorio de su oficina.

—Cuando era niña y vivía con mi madre, no siempre contábamos con electricidad. Por esto mismo, ella solía quedarse hasta muy tarde trabajando junto a la luz de una vela de sebo, de pésima calidad —narró la abuela, tosiendo varias veces—. Esa noche, mientras yo jugaba con una cubeta jabonosa, creando burbujas, mamá creyó ver una viruta en la bujía; el sebo formó una punta y se curvó en mi dirección. La vieja superstición implicaba que yo moriría joven, por lo que ella se entristeció.

Celeste no conocía la historia. Permaneció callada, en espera que continuara. Apretó el celular con fuerza, imaginando que era la mano de su abuela, tan cálida como de costumbre, libre de agujas y vendas.

—Las burbujas flotaban a nuestro alrededor, de tonos lilas, verdes y naranjas. Mamá me tomó con fuerza y me dijo: "Dios te conceda tantos años en la Tierra como las burbujas que has hecho." Yo solo podía pensar: ¿tantos? Nunca terminaré de soplarlas todas.

Un cometa llamado NeowiseWhere stories live. Discover now