SALIDA DE EMERGENCIA

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El Valle del Vézère, en el mismo corazón de la Dordogne, es tal vez la parte más bella de aquella región de Francia. A veces encajonado y silencioso, a veces animado por la risa ahogada del agua entre las rocas, el río Vézère pasa por el pie de numerosos castillos, pequeños y grandes, y al llegar al sitio donde el valle se estrecha y convierte en garganta, discurre burbujeante entre escarpadas murallas verticales. En otros tiempos, cuando el bosque se extendía hasta los terrenos pantanosos sobre los que hoy se alza la ciudad de Burdeos y cuando los corzos y los bisontes galopaban locamente entre los árboles, aquellas murallas estaban pobladas por hombres salvajes y semidesnudos, moradores de las innumerables cavernas, anfractuosidades y grutas que acribillan el paisaje.

Pero Robert Landley no sentía el menor interés por las bellezas naturales que le rodeaban, y dedicaba toda su atención, entre parpadeo y parpadeo, a la tortuosa carretera, más allá del barrido de los limpiaparabrisas, que le adormilaba con su monotonía de metrónomo. A pesar del sistema de calefacción, que enviaba corrientes de aire cálido entre sus piernas, Robert Landley tenía frío, estaba cansado y se sentía digno de lástima. Al fin y al cabo llevaba conduciendo toda la noche.

Ante él surgieron algunas casas. Al pasar junto al cartel que indicaba la proximidad de Saint-Leonard-sur-Vézère, alzó el pie del acelerador y frenó ligeramente. El Mesón del Puente, al lado –como era de esperar- de un horrible puente metálico, se abrigaba contra el río. A través de una ventana entornada, Robert vio en su interior a una opulenta anciana ocupada en preparar café. Con un suspiro de satisfacción, cortó el contacto, encendió un cigarrillo y bajó del coche. En ese preciso instante, para más felicidad, dejó de llover.

Diez minutos más tarde, afeitado y reconfortado, sin representar sus cuarenta años cumplidos, Robert Landley siguió el olor de los croissants recién hechos y del café hasta la cocina.

-¿Conoce usted al señor Gorvac, el escultor? –preguntó mientras introducía un croissant en el tazón de humeante café que acababa de servirle la cocinera.

-Desde luego, señor. Su casa es muy fácil de encontrar. Al llegar al castillo, gire a la izquierda y la verá. La última antes de llegar al bosque.

-¿Cree que estará levantado o será mejor que espere un poco?

-No. Estará levantado. El señor Gorvac es muy madrugador –explicó la anciana.

Cuando salió del albergue, el sol empezaba a asomar y tuvo que guarecerse los ojos hasta alcanzar el coche.

Pero cuando llegó ante él y miró dentro sintió que sus cabellos se erizaban y que en las piernas le nacía una especie de tirantez, síntomas ambos que llevaba años sin tener, pero que reconoció inmediatamente. Se dio cuenta, sin embargo, de que la vieja le observaba, y logró contenerse. No iba a darle, ni a ella ni a nadie, el espectáculo de su sorpresa. Tras dirigirle una última sonrisa, abrió la portezuela, apartó con el reverso de la mano el ataúd en miniatura que se encontraba sobre su asiento, se instaló apaciblemente, puso el contacto y arrancó.

La calle central del pueblo estaba desierta y una ojeada al retrovisor le convenció de que nadie le seguía. Por fin llegó a la altura de una vieja torre medio derruida, que sin duda pasaba por ser el castillo de la localidad. Torció a la izquierda bruscamente, siguió las cenagosas huellas de llanta de un estrecho camino rural y se detuvo ante la última casa. Solo entonces deslizó el ataúd en el bolsillo de su impermeable y salió.

Un perrazo negro, que estaba moviendo la cola con aire amistoso, se puso a gruñir cuando vio que Robert intentaba abrir la cancela. Al no conseguirlo, tiró con desgana de una especie de cadena y en un lugar indefinido del interior de la casa sonó el tintineo de una campanilla.

LA MOSCA: Relatos Del AntimundoHikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin