3. Volver al mercado

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Se lo habían dado. Había conseguido el ascenso entre cientos de candidatos y ahora estaba en la junta de su empresa, la mesa donde se toman las decisiones importantes, el terreno de juego de los tiburones, donde comer o ser comido.

Estaba exhultante y se sentía poderosa. No solo por las ventajas que conllevaba su trabajo en cuanto a horarios y salario, sino porque sentía que por fin iba a poder hacer cambios, conseguir que todas esas políticas que buscaban dejar a la empresa colgarse medallas por inclusión, fuesen una realidad y no solo algo escrito en el papel. Deseaba ser útil. Ya que estaba condenada a vender su fuerza de trabajo a un sistema capitalista, por lo menos que tuviera un propósito y ayudase a recorrer el camino hacia la interseccionalidad y la ruptura de la rueda de los privilegios que posicionaba a unos seres humanos sobre otros y les daba carta blanca para creerse superiores sin darse cuenta de que no eran ellos, sino sus oportunidades y circunstancias.

Se observó en el espejo con detenimiento. Llevaba un vestido corto de lentejuelas negras y escote de pico quizás demasiado revelador, pero ahora que observaba esa imagen de sí misma, no se veía saliendo con otra cosa. Le gustaba la sensación de sentirse cómoda en su propia piel, la hacía sentirse empoderada.

Maialen silbó en cuanto entró a la habitación y la vio. La rubia se giró y la miró. Ella también se había arreglado, pues había dejado de lado sus característicos vestidos de flores para decantarse por una falda negra ajustada y un top blanco escotado que se le pegaba al cuerpo como si se lo hubieran cosido encima. De repente parecía que volvían a ser jóvenes universitarias y alocadas de nuevo, sin ninguna preocupación mayor que la de recordar cómo volver a casa al día siguiente en caso de separarse del grupo. Las versiones de sí mismas antes de Arnau, antes de Oier y antes de todas las dificultades que habían tenido que superar y que poco a poco, habían contribuido a entretejer su presente.

– Estás guapísima, Titi.– Fue la castaña la que rompió el silencio, con una sonrisa que le iluminaba todo el rostro y cogiendo de la mano a su amiga, provocando que la rubia soltase una carcajada mientras giraba sobre sus propios pies.

– Tú tampoco estás nada mal. – Elogió en respuesta, guiñándole un ojo con diversión, a lo que la navarra se encogió de hombros e hizo un gesto con la mano, como para quitarle importancia a sus palabras.

– Cuando eres madre aprendes que estas ocasiones son casi tan raras como las estrellas fugaces y te acostumbras a sacar toda la artillería a la mínima oportunidad. – Ambas se sonrieron con cariño, pues aunque sabían perfectamente que Oier era lo mejor que le había pasado en la vida, ser madre era un trabajo muy sacrificado y para el que era necesario ser devota de tu labor y estar dispuesta a dejar ir parte de lo que eres tú como persona. Resignarte a que estos momentos dejen de ser tan frecuentes.

Porque ese viernes, era noche de chicas. Habían conseguido reunir a todo el grupo solo por el hecho de poder celebrar el ascenso de Samantha, aunque tenían tantas ganas de verse que al final, eso había quedado en un segundo plano, como un simple pretexto.

Maialen había vuelto a dejar a su hijo con Flavio, quien parecía realmente interesado en empezar a establecer un lazo con el menor. Su amiga se alegraba, por supuesto, pero no podía negar que le sorprendía, porque durante los cuatro años que el pequeño llevaba en sus vidas, siempre se había comportado de forma bastante despegada, a veces incluso distante.

No era porque el niño no le gustase, sino porque sus prioridades siempre habían oscilado en otra dirección y la castaña lo entendía, porque prácticamente se habían criado juntos y si algo sabía hacer, era leerlo, así que la dejó un poco asombrada el ver que ese orden estaba empezando a cambiar y su retoño comenzaba a tener un lugar más significativo en su vida de hombre poderoso.

Como agua y aceite Where stories live. Discover now