Claro de luna

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"Just two ghost standing in the place of you and me"

"Just two ghost standing in the place of you and me"

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Desde muy pequeño me han gustado los espejos. Grandes, pequeños, de marcos dorados, ovalados o incluso rotos. Adoraba pasar tiempo frente a estos, haciendo carantoñas y contemplando como aquella versión paralela de mí respondía imitando mis juguetones gestos. Pero mi favorito siempre ha sido, sin duda, el espigado espejo inmaculado de la sala de estar; principalmente porque ella suele aparecerse allí.

La primera vez que la vi yo tenía tan solo 5 años. Mi familia acababa de instalarse en esta nuestra mansión, a la cual sentí ajena a mi desde que puse un pie en el patio delantero. Todavía recuerdo el escalofrío que recorrió mi columna al cruzar el descansillo; sentí que cometía el peor de los pecados y tan solo me había atrevido a cruzar el portón de madera sibilina. Aquella fue su manera de anunciar nuestra llegada. De comunicarnos que la fría y lúgubre mansión Malveric jamás nos pertenecería, pues sus prístinos dueños se rehusaban a desocuparla.

A pesar del mal augurio que presentían mis padres, yo, extraño a sus confabulaciones, me resolví a mi misión de reconocimiento del terreno, dispuesto a aventurarme en cada recóndito rincón de nuestra nueva morada. Con tan solo la ayuda del valiente almirante Bigotes, (mi preciado y tan roído peluche), y de mis cualidades natas de explorador, me puse en camino comenzando por la parte noroeste de la casa. En aquel primer reconocimiento del terreno, saqué 3 caviladas conclusiones: la primera, que papel de las habitaciones perteneció, como mínimo, a Nabucodonosor, a juzgar por el horrendo y anticuado estampado de este. La segunda, que los oxidados tablones del ático hacían un sonido francamente gracioso al saltar sobre ellos. Y la última, que la niña del espejo de la salita de descanso era extremadamente desagradable.

En nuestro primer encuentro, portaba un camisón de lino tan blanco y pulcro que castigaba la vista, a juego su casi translúcida piel y que desentonaba de sobremanera con su cabellera blonda trenzada con mimo.
Recuerdo que en su momento me evocó a mi hermana mayor, pero taché todo parecido posible en cuanto abrió su boca. Mi hermana era cariñosa, profundamente encantadora y jamás me levantaba la voz; sin embargo, aquella repelente niña que debía rondar los 7 años no paraba de echarme en cara gestas que yo desconocía por completo.
Me increpó acusándome de allanar su casa, me ordenó que la abandonase inmediatamente y me amenazó con su irritante voz repipi, pronunciando "¡verás cuando regrese mi padre, os echará a patadas de aquí!".
Naturalmente, me enfadé de sobremanera, y respondí muy digno que esa casa nos pertenecía a mis padres y a mí, y que era ella quien debía marcharse y cerrar la puerta al salir. Ella me llamó mentiroso y egoísta, y yo me defendí vejándola de tonta y bajita. Finalmente, se desvaneció ante mis ojos con expresión crispada, no sin antes repetirme una retahíla de maldiciones que, ciertamente, habrían escandalizado a mis padres por ser tan poco propios de una damisela.

Aquel fue mi primer encontronazo con ella. Tras contarle la anécdota a mi hermana (a quien omití la parte del espejo y tan solo alegué que se trató una compañera de la escuela), esta me recomendó ser un caballero y presentarle mis disculpas a la joven.
Me negué en rotundo, por supuesto, pero pese a todas mis quejas ella persistía: "Henry, es de muy mala educación discutir con señoritas", me reprendió. De modo que, con el único propósito de contentar a Margaret, recolecté unas florecillas rojas del jardín, tomé un par de bombones de coco de la despensa y me dirigí a la sala donde la hallé por primera vez. Me vi en la obligación de tragarme mi orgullo y otorgar mis presentes a la ofendida, esperando que compensasen mis faltas de la velada anterior. Ella, tras dudar unos segundos, aceptó mi oferta, me pidió que dispusiera el ramo y la comida frente al espejo y solicitó que me acercase más y jugásemos a algo juntos. Aquel fue el inicio de nuestra ya longeva amistad.

Juntos lo pasábamos en grande: jugar al escondite con ella era la mar de divertido, pesa a que tuve que regañarla un par de veces por asustar a mi madre al zarandear bruscamente las lámparas y cortinas del salón. Otras veces, cuando el sol caía ante la dócil luna, me contaba historias intrigantes y enrevesadas, misteriosas y románticas, capaces que hacer al más duro de los soldados derramar un mar de las lágrimas y al más valeroso de los reyes atemorizar hasta no poder descansar en su lecho.

Pero ella también lloraba. Lloraba porque no recordaba su nombre, ni su apellido, o cuántos vestidos poseía en su antiguo armario que ahora me pertenecía. Lloraba porque tan solo recordaba que su padre partió a la guerra hacía ya mucho, y lloraba mientras perjuraba que cumpliría su promesa de regresar un día.
Cada vez que veía como sus ojos se anegaban, posaba mi palma junto a la suya, traspasándola, y entristeciéndome yo también por no poder abrazarla como se merecía. Yo mismo le otorgué un nombre, a falta de otro, y a partir de aquel momento comencé a llamarla Charlotte. La sonrisa que se dibujó en su rostro la primera vez que lo pronuncié iluminó el resto de mis días terrenales, y mi mente atesoró su entusiasmo cuando proclamó el mío entre lágrimas de felicidad.

Al igual que una difusa nube en el ocaso de agosto, mi mente está confusa respecto a cuándo fue el momento exacto que caí enamorado. Me gusta pensar que floreció sin pretenderlo, a medida que crecíamos los dos juntos, mientras que su fantasmal cuerpo antes entonces siempre joven iba adecuándose a los años que yo cumplía. Tal vez fuera bajo el claro de luna, en el ático, mientras deambulaba por la habitación y los luceros blancos adornaban su pálida tez. O tal vez fuera contemplándola danzar en soledad por los interminables y laberínticos pasillos, tan etérea, tan cercana, tan remota.

Anhelo besar sus labios más que cualquier riqueza del planeta, pero es bien sabido que las almas gemelas están destinadas a vivir los más trágicos romances, que son a par los más bellos y vehementes. Jamás podré tocarla como deseo, ni todos sus susurros de amor del mundo serán capaces de describir mis asfixiantes sentimientos, pero al menos tengo por seguro que el amor que nos profesamos es infinitamente mayor que cualquier maldición o barrera metafísica.

En ocasiones, bajo el cálido manto de los astros, me tiende su nívea mano y me concede un baile. Mezo su figura incorpórea entre mis brazos, y nos deslizamos delicados por la pista al compás de un gramófono que nos admira compadeciéndonos. Cuando la canción termina y la noche acalla, dando paso a las primeras luces del alba, ella me llora excusándose en qué es todo cuanto puede ofrecerme. Y yo la creo, porque, ¿cuál es mayor desdicha que ser un fantasma enamorado?

No sé cuánto tiempo podré vivir sin su tacto. Los días, las noches y los meses me parecen todos iguales, apartado de su caricia y condenado a vivir en constante tormento. En las noches más gélidas de invierno me pregunto quién habrá sido el desalmado que dictó los caminos de mi vida, y prometo vengarme de la fuerza que nos mantiene separados por un fino cristal.
Pero, hasta entonces, siempre nos quedarán los claros de luna y las serenatas clásicas, los vestidos largos vaporosos y las palabras enternecedoras, los bailes a medianoche y el viejo reproductor de discos de mis padres.

Acurrucado bajo su atenta mirada de iris zafiro, siendo víctima de los hilos del destino, atestiguo ante Dios que las historias de fantasmas no son siempre aterradoras y frívolas, sino que las hay tiernas, cálidas y generosas, de aquellas que podrían derretir un corazón congelado por el tiempo y los amargos recuerdos del ayer. Juro, por las tumbas más sagradas de Inglaterra, que la mansión Malveric no está encantada por espectros como se rumorea, sino que es habitada por los más sinceros amantes que presenciará esta vida, la siguiente, y todas aquellas que acontecen tras esta.

Y que los espejos, ellos tan solitarios y recatados, esconden más secretos que los que cualquier corazón palpitante podría llegar a albergar o tan si quiera imaginar; tan solo es debido acercarse sin miedo y tender un ramo de amapolas para descubrirlos.

Y que los espejos, ellos tan solitarios y recatados, esconden más secretos que los que cualquier corazón palpitante podría llegar a albergar o tan si quiera imaginar; tan solo es debido acercarse sin miedo y tender un ramo de amapolas para descubr...

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¡Muchas gracias por leer! Trataré de estar activa y publicar a menudo en octubre, mes perfecto para este tipo de relatos jeje. No olviden seguirme, votar y agregar esta historia a su biblioteca su les ha gustado, ¡nos vemos!🖤


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