Bestia enjaulada

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Los personajes no son míos, si lo fueran, sería un todos con todos.

Disfruten.


Sanemi caminaba veloz delante de él, ignorando lo que decía. Rengoku nunca había sido fan de que la gente fuera así ruda, pero él lo estaba siguiendo, así que suponía que estaban a mano.

—¿Por qué buscas a Tomioka? —volvió a insistir, pero Sanemi solo bufó. Rengoku decidió utilizar otro enfoque—, si estás preocupado por él, solo tienes que decirle.

Sanemi se giró, enojado—, ¡no estoy–! —guardó silencio cuando vio la expresión del otro. Rengoku tenía el entrecejo fruncido y miraba por encima de la cabeza de Sanemi—. ¿Qué mierda miras?

Su pregunta fue respondida cuando un estruendo lo sorprendió. Rengoku comenzó a correr, más allá de Sanemi, y él lo siguió de inmediato. Lo vio entrar en el gimnasio, pero Sanemi pasó de largo, siguiendo unas voces.

—¡Tomioka! —llamó antes de verlo. Giyuu estaba a la vuelta del gimnasio, con otro muchacho. Abrió la boca, pero nada salió. Los otros dos estaban paralizados, Giyuu estaba delante de Sabito, tapándolo apenas, y Sanemi no encontraba ninguna razón dentro de su cabeza para que ambos estuvieran ahí.

Un segundo ruido en el gimnasio lo sacó de su ensoñación. Trató de ignorarlos, de alejarlos de sus pensamientos, y corrió hacia donde Rengoku estaba.

La puerta estaba entreabierta. Se asomó despacio, inspeccionando el lugar, pero cuando vio a Rengoku en el suelo, a los pies de las gradas, entró dando una patada. En el medio del gimnasio había un muchacho, tal vez de su edad, de cabello negro y con un uniforme de Karate. Sanemi miró una vez a Rengoku, que lentamente se estaba incorporando, luego giró al intruso, que lo miraba de vuelta.

—¿Cómo entraste a la escuela? —cuestionó.

Él frunció el ceño—, es rudo no presentarse, además, ¿no es obvio? ¿O acaso no viste el agujero en el techo?

—¿Qué qui–?

La puerta se abrió de golpe, revelando a un agitado Giyuu. Sanemi se había girado un segundo a él, por la sorpresa, pero al regresar su mirada al intruso, él ya no estaba.

—¡A-Arriba! —exclamó Rengoku con dificultad. El chico ya no tenía cabello negro y caía a toda velocidad hacia Sanemi, pero logró esquivarlo, desviándolo con su viento a la vez que se propulsaba.

—Si me dicen sus nombres, les diré el mío —dijo con voz calma y apenas risueña. Estaba parado entre Sanemi y Giyuu, y su apariencia, para desconcierto de los tres, era totalmente distinta a la de momentos atrás.

Su piel era blanca, como si estuviera cubierto de pintura-blanco, con trazos azul oscuro que iban por su rostro. Sus manos y pies, lo único descubierto por su ropa, eran blancos, con los dedos azules. Su cabello había cambiado a un rosado chillón, y sus pestañas rosadas resaltaban más por el contraste del blanco y el azul. Él estaba en posición de ataque y miraba a Sanemi con una sonrisa.

—Estoy esperando —dijo.

Sanemi frunció el ceño, irritado, y arremetió contra él, pero su ataque fue esquivado. Giyuu también se abalanzó, pero el intruso esquivaba los ataques de los dos.

Rengoku los miraba, preocupado, y tratando de recuperarse del golpe en el estómago que él le había dado. Era demasiado fuerte para ellos, ¿qué podía hacer? Era demasiado lento para buscar ayuda, y demasiado débil como para distraerlo mientras los otros lo hacían.

Sanemi usaba un viento afilado; se estaba dejando llevar por la furia, y ya no atacaba para reducirlo, sino que era para dañar. Giyuu no tardó mucho en darse cuenta de eso, y si bien quería detener a Sanemi, también quería detener al otro.

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