seven pieces; piece ten

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Kuroko descansó con la espalda apoyada en una de las paredes del gimnasio, bebía agua de su termo mientras movía sus muñecas y tobillos suavemente.

Lo que había sentido era increíble; la sensación luego de quitarse las muñequeras había sido explosiva, tanto que no podía esperar para hacerlo de nuevo. Siempre había tenido un complejo con su fuerza y su resistencia, cuando no podía levantar una simple caja y llevarla escaleras arriba, cuando no podía ni durar medio tiempo en un juego de baloncesto.

Desde que había jugado con Teiko y Seirin, su rendimiento había bajado.

No se comparaba a cuando Nash le enseñó a jugar, aún recordaba el rostro de Ogiwara cuando se conocieron en la cancha cerca de su casa. El castaño no cerraba su boca del asombro, sus ojos brillaban con entusiasmo, mientras le decía que era el mejor.

¿Por qué había cambiado tanto? ¿Sería por los milagros? ¿Eran tan buenos que le hicieron esconder sus habilidades inconscientemente? Kuroko solo quería que lo aceptaran, quería que lo necesitaran, él debía estar a la altura, debía ser ese sexto jugador que tanto necesitaban y un sexto jugador solo debía dedicarse a una cosa.

Asistir. Las asistencias se convirtieron en su objetivo, asistir a los milagros, ayudarles a abrirse paso.

Pero ellos siguieron abriéndose paso, solo que sin él.

Cuando dejaron de necesitarlo, cuando sus pases dejaron de abrirles el camino, Kuroko intentó volver desesperadamente a su yo de antes, pero no pudo. Ya no podía, se había agarrado tan fuerte a ser una sombra que había olvidado la luz que tenía en su interior. Esa luz que Nash le mostró.

Antes el ego y el orgullo de los milagros les obligó a separarse, pero ahora que volvieron a formar parte del mismo equipo repetían que en Vorpal Swords todos eran estrellas, todos eran los ace.

Kuroko no podía evitar sentirse aún más excluido.

Miró hacia su derecha, el dueño de sus pensamientos caminaba hacia él, la misma sonrisa y la misma mirada verde profunda que le había capturado desde el primer momento en que cruzaron miradas.

—Vamos a casa, mocoso. Terminamos aquí por hoy.

El peliceleste asintió y estiró sus brazos hacia él, con una sonrisa de lado, a lo que el rubio rodó los ojos, pero sus dedos comenzaron a cosquillear en cuanto los brazos del más bajo le rodearon el cuello y sus piernas su cintura. Tetsuya descansaba su cabeza en su hombro y los brazos fuertes de Nash se entrelazaban detrás de sus muslos.

El rubio aún no podía creer que luego de todos los ejercicios que habían hecho y todo el sudor que habían tenido, el mocoso aún desprendía ese ligero aroma a vainilla que tanto le encantaba. ¿Tendría vainilla en vez de sangre? podía creérselo perfectamente.

Con una sonrisa, se despidió de los de primer año, quienes compartían el gimnasio con ellos, y a los que Nash había disfrutado instruirles un poco junto con Tetsuya; algunos eran novatos y eso le encantaba. Poder enseñarle a alguien el deporte que amaba era una sensación indescriptible para él.

Nash caminó suavemente con el peliceleste en sus brazos hasta su camioneta, ignorando los seis pares de ojos que taladraban a su espalda. Había descubierto cual sería su pasatiempo favorito mientras estuviera en Japón.

Hacer rabiar de celos a los milagritos.

Luego de dejar a Tetsuya en el asiento del pasajero y abrocharle el cinturón, cerró la puerta y comenzó a caminar hacia su lado, solo que una voz le detuvo.

—¿A dónde crees que lo estás llevando?

La voz de Aomine se escuchó tres veces más profunda de lo que normalmente era, pero eso no le hizo nada al rubio, quien estaba acostumbrado a lidiar con personas así, sobre todo mientras jugaba baloncesto callejero.

𝓼𝓮𝓿𝓮𝓷 𝓹𝓲𝓮𝓬𝓮𝓼; 𝓷𝓪𝓼𝓱𝓴𝓾𝓻𝓸Where stories live. Discover now