Marité miraba por la ventana de su habitación, en realidad nada, o quizás todo. Los niños salian de la escuela justo en frente de su casa, madres contentas acariciaban a sus hijos, otras simplemente tomaban sus manos o los reprendian por alguna razón. Sintió sus entrañas revueltas por un momento. Pero logró reponerse en el instante. Cerró las cortinas y observó la penumbra de aquel cuarto, unas paredes escritas con aerosol, un par de dibujos de calaveras y cosas extrañas que nadie más entendía, su cama habitualmente desordenada, una silla destartalada llena de ropa y un par de libros místicos llenos de polvo sobre la mesita de luz. Prendió la lámpara y se acercó al espejo que colgaba de un clavo en la pared, levantó su remera blanca y se sintió fea y descontenta con su cuerpo, con su vida. Su delgada contextura de una chica de doce a pesar de ya estar a un par de meses de tener diecisiete años la enfurecia, mordió su labio inferior hasta que comenzó a sangrar, eso la calmaba un poco.
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