Entonces miraba sus glaucos ojos, que me liberaban tanto como el dolor de una herida supurante. Deshelaba mi cuerpo entre sus cálidos brazos, tan perennes como caer a un abismo. Danzaba entre las melifluas notas de su voz, amónicas, como mis gritos de agonía. Pronunciaba su nombre hasta sonar ajeno en mi boca, y lo comprendía: Estaba atrapada en un dulce delirio, en una hermosa pesadilla.