En los días en que la niebla flotaba baja sobre los campos del overworld, y las torres del castillo aún no se habían corroído por la política y la guerra, el joven príncipe solía escabullirse entre las sombras de la ciudad baja.
Era alto y delgado, un enderman de ojos violáceos y movimientos silenciosos.
Su padre le permitía vagar siempre que ocultara su segunda forma. “La corona puede nacer en el caos, hijo, pero debe caminar entre la gente con humildad,” le decía, antes de volver a reunirse con sus consejeros de ojos negras y máscaras fragmentadas, withers que se reunían para discutir el futuro del reino.
Una tarde, el príncipe caminaba entre los puestos del mercado, envuelto en una capa larga que escondía su silueta alta. A su paso, los comerciantes (piglins, shulkers disfrazados, etc) apenas alzaban la vista.
Aún era un desconocido entre su propio pueblo, y eso le agradaba. No tener aún el peso de las responsabilidades. No tenía que ser nadie.
Pero esa tarde también fue la primera vez que lo vio.
No había música, ni desfile, ni anuncio. Solo un retumbar lejano, como si los huesos del suelo recordarán un viejo paso de marcha.
Y entonces aparecieron, los caballeros espectrales.
No marchaban con prisa, no hablaban, cada uno parecía envuelto en una serenidad inexplicable. Las armaduras no eran iguales, unas llevaban tintes oxidados, otras bronce pulido, algunas eran de un gris tan profundo que parecía absorber la luz, y unas pocas relucían en oro viejo, como memorias de soles perdidos.
Y entre ellos, lo vio.
Un muchacho que aparentaba su edad, de estatura un poco menor a la suya pero con un porte solemne, como si su alma cargara experiencia que no poseía. Llevaba la armadura incompleta de aprendiz, el pecho cubierto pero los brazos desnudos, y aún así su caminar era tan firme como el de los veteranos.
Tenía el rostro inexpresivo, los ojos de un blanco quarzo iluminadando su paso, como si en vez de mirar, dejara que el mundo lo atravesara.