La tradición

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Diciembre había caído con fuerza en Madrid ese año que tan poco desapercibido había pasado para Alba, aunque no todo había sido como había soñado que sería su vida a los 26.

Nada estaba en el mismo orden que sucedía en las historias que le contaba su madre antes de dormir cuando era apenas una cría y de hecho, había muchas lagunas que, aunque no le preocupaban, si que tenía esa espinita clavada de haberlo tenido pero dejarlo escapar entre sus dedos.

Esa mañana, el despertador sonó más alto de lo normal en el silencio de su habitación. Se removió bajo las mantas y estiró el brazo para apagar aquella música ensordecedora.

Se quedó en el calor de la cama por unos minutos, asimilando que le tocaba volver a existir y suspiró antes de levantarse y moverse por su pequeño piso arrastrando los pies en sus zapatillas de gatitos de andar por casa.

No había terminado de caer todo el café en su taza del desayuno, cuando su móvil comenzó a sonar desde la isla de la cocina, donde lo había dejado al entrar.

-Albita, no te has olvidado de nuestra tradición, ¿verdad? - Dijo una voz ronca al otro lado del teléfono y sonrió ampliamente.

-La duda ofende, mi querido Nico. - Saludó alegre. - A las tres estaré en el centro comercial.

-Allí nos veremos, cuídate.

Colgó mientras negaba con la cabeza, comprobando que no eran ni las ocho de la mañana, cuando ese señor tan inquieto ya le había llamado para asegurarse de que iría ese año también.

Se habían conocido hacía unos años cuando Alba trabajó un invierno en una cafetería que él había frecuentado desde siempre. Bajaba cada mañana a desayunar su café, su bocata o tostadas, según estuviera de apetito y leía su periódico, como ya nadie hacia desde la llegada de los teléfonos móviles. Y eso, le llamó la atención a la joven.

No tardaron nada en congeniar, tirando de su pasión mutua por las letras, la música y la política. Sus conversaciones mientras la rubia se pasaba por allí entre mesa y mesa, eran de lo más variadas y quien pasara por su lado, podía quedarse asombrado por los temas que trataban aquel señor que casi rondaba los cincuenta y la joven, por aquel entonces con tan solo 23 años.

Pero como suelen decir, una cosa llevó a la otra y Nico, tuvo una idea que le hizo brillar la barba más que de costumbre. Una mañana, como otras tantas, fue a por su desayuno pero esta vez, con una oferta bajo el brazo para aquella joven que se había ganado su cariño y respeto entre café e infusiones y le ofreció acompañarle en sus tardes de trabajo en el centro comercial de la manera más curiosa: siendo uno de los elfos de Papa Noel.

Y a nuestra Alba, que le gustaba más la navidad que a un niño pequeño un caramelo, no dudó ni un segundo en decirle que sí emocionada. Y allí estaban, unos años después, repitiendo una tradición que la rubia no se quería perder por nada del mundo.

Salió de su casa con el tiempo justo para llegar al estudio de tatuajes en el que había puesto todo su empeño, ganas y ahorros en sacar adelante. Abrió la valla de seguridad y entró en el local como cada día, perdida en la música de sus auriculares y se decidió en dejarlo todo preparado para el primero del día.

No trabajaba sola, pero su compañera no tenía su primer cliente hasta más tarde así que aprovechó aquella soledad de la que casi nunca podía disfrutar para echarle un vistazo a todo y confirmar que estaba todo en orden antes de dar el pistolazo de salida a esa mañana en cuanto la campanita de la puerta sonó con la llegada del primer cliente del día.

El sonido de la maquina fue la banda sonora de toda su mañana en la que pasaron por sus manos tres pieles distintas que supo tratar como si fueran los lienzos más importantes del planeta. Se dejó recrear por el olor a tinta y vivió su mejor vida entre aquellas paredes, con la radio de fondo, como en la vieja escuela y las charlas variadas con todos.






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