+Prólogo+

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Mis piernas bañadas en sangre dorada se enredaron a las sábanas blancas que flotaban sobre la bañera cuando intenté desenvolverme en un inútil esfuerzo soñoliento.

La luz angelical se colaba por las ventanas del dormitorio, iluminando la sala. Me levanté mareada, tambaleándome, y me dirigí descalza hacia la puerta. Mi vestido blanco fino se enredaba en mis pies, la tela fina rozando mis piernas mientras goteaba sangre dorada. 

Empujé las grandes puertas azules celestes con toques verdosos para poder salir de mi habitación y caminar por el pasillo hacia la sala principal, el lugar habitual de banquete.

El silencio me invadió nada mas abrir la puerta, así que, con la cabeza dándome vueltas, caminé por el pasillo en completo silencio. La luz irradiaba con fuerza por todo el lugar, llenándolo de vida. Pude divisar por los cristales el gran jardín con paseos florecido, iluminado y radiante de esplendor en todas sus formas.

Cubriendo con una mano el sol por el dolor de cabeza, puse las manos en las grandes puertas ante mí que daban al salón para entrar. Las puertas hicieron un casi inaudible chirrido, pero que pasó por alto nada más ver la vista que tenía ante mí.

La música clásica resonaba en el ambiente, puesto que se habrían dejado el tocadiscos encendido toda la noche, ambientada con la luminosa luz del exterior. En la larga mesa de banquete, se encontraban los invitados familiares que habían acudido al banquete la noche anterior. Sus ropas eran blancas, por supuesto, pero no era eso lo que captó mi atención.

Si no que todos ellos, estaban muertos, y unos hilos de sangre dorada resbalaban por sus labios congelados, además de sus cadáveres pálidos llenos de grietas de oro perdidas, surgidas desde el interior de su alma.

No tuve reacción para ello. Simplemente sentí nada. Pero mis pies se movieron por mí, y me arrastraron a la barra de licores, donde tras mirar al vacío durante unos instantes, tomé una copa de un líquido rojizo y me la llevé a los labios.

El líquido dulce ardió en mi interior, haciéndome cerrar los ojos para saborearlo.

Justo en ese momento alguien llamó a la puerta.

Con las manos cubiertas de aquella sangre de oro, la cual no sabía como había llegado a mis manos, me dirigí al mango de la puerta principal y la abrí, manchando con aquel líquido el pomo.

Escuché al hombre exigir algo, pero estaba tan ensimismada que ni yo misma comprendí sus palabras. Alguien me tomó por detrás y me cubrió los ojos con una venda, encerrándome en una silenciosa oscuridad al momento.

Cuando llegamos al cuartel, me sentaron en una silla frente a uno de los guardias, con una mesa de por medio. Tardó varios segundos en responder, hasta que finalmente, dio un largo suspiro y se decidió a hacerlo.

—Seré claro, Bonner, así que escúchame atentamente y ni se te ocurra mentirme.

Asentí, guardando silencio.

—¿Los asesinaste tú? —preguntó tajante, con sospecha en su voz— ¿asesinaste a tú misma a tu propia familia?

Negué con la cabeza de inmediato.

—No.

Sentí como se incorporaba sobre las palmas de sus manos al otro lado de la mesa para quedar más cerca de mi rostro. Casi pude sentir su mirada sobre la mía.

Mis emociones estaban bloqueadas. Me encontraba perdida en mis pensamientos, vagando por el limbo de la oscuridad silenciosa en mi mente, escuchando la voz del hombre lejana, como un pitido borroso en la distancia.

—¿Pretendes que me crea eso? Estabas delante de sus cuerpos, Deva. Estabas con ellos cuando entramos, con la música clásica aún puesta en el tocadiscos.

—Yo no pretendo que te creas nada.

Pasaron unos segundos de silencio hasta que volvió a hablar.

—¿Quién fue entonces? —replicó. Yo me sentía perdida entre las nubes lejanas a este mundo.

—Yo tan solo os abrí la puerta. Me desperté en mi habitación, mareada, y cuando fui al salón estaban todos allí.

—Ya estabas manchada de sangre cuando entramos. Si lo que dices es cierto, y te despertaste directamente en tu habitación, dime, ¿cómo es que estás bañada en sangre de oro?

Mi mirada bajo la tela estaba perdida en el otro extremo de la sala, recordando momentos pasados. No sentía ni frío ni calor. Nada.

—No lo sé —mi respuesta fue sencilla—. Simplemente pasó.

—¿Simplemente pasó? —inquirió perdiendo los nervios a medida que la conversación avanzaba. Su tono profesional empezaba a quedarse atrás—. Esto no es ninguna tontería, Deva, estamos hablando de que un homicidio.

Permanecí en silencio. No podía contar los minutos, pero el tiempo se hizo interminable, volviéndose un recuerdo para mí a medida que avanzaba. Me sentía drogada, en las nubes, perdida en unos pensamientos que no parecían los míos propios.

—¿Quién os hizo todo esto, Deva? —susurró el inspector, pero su voz sonaba lejana para mí— ¿quién te ha hecho algo así?

Con la mirada perdida bajo la venda y mis pensamientos mareándome con lentitud, entreabrí mis labios secos para dejar escapar un débil susurro.

—Él.

Su confusión aumentó, pero yo estaba tan ensimismada en mi mente que no me importó.

—¿"Él"? —repitió confuso— ¿a quién o a qué te refieres?

—Él —volví a pronunciar clavando la vista en el suelo—. Fue él. 

—¿Qué?

Continué hablando, terminando esa promesa de silencio que habíamos creado juntos. Lo haría aunque eso fuese lo último que hiciese.

—La maldición de la mirada de oro ha vuelto. Y nada ni nadie podrá evitar que la sangre dorada corra por las calles. Porque esta vez, ya no quedará salvación para nosotros. Tan solo... —aquella palabra causante de mi futura muerte surgió de entre mis pensamientos. Solté un suspiro tembloroso— el silencio.

La dama de oro ©Where stories live. Discover now