Dulce Venganza

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Macarena entró furiosa a la caravana una tarde, venía maldiciendo toda su existencia y peleando consigo misma. El ruido que produjo la puerta al cerrarse de golpe distrajo a su compañera de casa de su tarea. Zulema levantó la mirada de los ingredientes que estaba usando para preparar la cena de ese día, y miró a la rubia con el ceño fruncido sin comprender el motivo de su mal humor.

—¿Qué coño te pasa? —le preguntó antes de regresar la vista a las verduras que estaba cortando.

—No estoy de humor. —respondió la más joven como si con eso lo explicara todo.

—Puedo verlo. ¿Por qué?

—¿Y desde cuándo te importan mis cosas, Zulema?

La morena arrugó más el entrecejo. Macarena no dijo nada y fue a acostarse en la cama. Últimamente habían estado un poco distantes y casi no platicaban. Así había sido desde que se besaron y estuvieron a punto de follar. Y es que era más fácil aparentar una frialdad que en realidad no sentían, que hablar de lo que había pasado. Eran tan orgullosas, que lo mejor que se les ocurría hacer era ocultar sus sentimientos y pretender que no existía entre ellas no solo una fuerte atracción, sino también otras emociones que iban más allá de la carne.

Seguían durmiendo abrazadas en las noches, eso ya era algo establecido. Pero luego en el día no solían hablar de nada que no fuera un asunto relacionado a sus atracos. Por eso a Maca le había sorprendido que su socia le preguntase qué le pesaba, ya que en los últimos días apenas le había dirigido la palabra. Esto molestaba a la rubia, pues sentía que Zulema estaba siendo más fría que nunca. Acostumbrada a que la morena ya no fuera la misma mujer que era cuando se encontraban en la cárcel, estaba extrañando demasiado la cercanía que había logrado establecer con ella. Pero ahora de la nada le preguntaba el motivo de su mal humor; a veces era muy difícil entender a la mujer mayor. Vivir con ella era no saber nunca qué esperar. Un día estaba intentando ahorcarla o la amenazaba con una pistola, y al siguiente le hablaba como si nada y parecía interesarse en sus cosas.

—¿No me vas a decir qué te sucede, rubia? —le preguntó desde el mismo lugar frente a la encimera de la cocina.

—No te entiendo, Zulema, ¿por qué te interesa?

—Joder, Maca, que complicada eres. Estoy haciendo lo que haría cualquiera si ve a la otra persona con la que vive entrar a casa y cerrar la puerta de un portazo. Pero olvídalo, me la suda.

—Como todo.

—¿Estás con la regla por casualidad? Digo, porque es que te cargas un humor fatal, no te aguantas ni tú misma.

—Pues no, fíjate, no estoy con la regla. Pero tengo otros motivos para estar furiosa.

Esta vez Zulema no cuestionó nada. Maca resopló molesta y miró a su compañera para ver si ya no iba a preguntarle más. Al notar que no tenía intenciones de hacerlo, decidió contarle de todos modos. A fin de cuentas no tenía a nadie más con quien hablar. O platicaba con la morena, o se volvía loca.

—¿Sabes de qué me he enterado hoy? —la voz de la rubia irrumpió el silencio de la roulotte.

—¿Ahora sí quieres contarme? —Zulema dejó que la comisura izquierda de sus labios se curveara en una pequeña sonrisa.

—No tengo a nadie más a quien decirle, y necesito desahogarme.

—Venga, suéltalo.

—Simón, el desgraciado de mi ex jefe. Ese cabrón que me jodió la vida lleva un tiempo de vuelta en la ciudad, ha formado una nueva empresa después de que hace años huyera como el cobarde que es. Y me da rabia saber que le está yendo bien luego de que a mí me cargara el muertito de todo lo que pasó. No puedo creer que nunca haya pagado lo que hizo, no es justo. Ahora está tan feliz haciendo su vida, lleno de dinero, mientras yo estoy aquí viviendo en medio de la nada escondiéndome de la policía en una caravana.

Bajo un cielo de nubes blancasWhere stories live. Discover now