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Toji despertó en mitad de la noche por los sonidos que provenían del pasillo. Aún metido entre sueños, se frotó el rostro con pereza y decidió levantarse. Salió de la habitación, tapándose los ojos por la luz que salía del baño y empujó la puerta sin demasiada fuerza.

En aquel momento, su organismo se activó de golpe y todo rastro del calor de las sábanas se esfumó. Veía a Megumi arrodillado frente a la taza del váter, llorando, temblando.

—¿¡Qué pasa!? —Se dejó caer junto a él, tomándole del mentón. Tenía los labios manchados de vómito y el rostro rojizo, cubierto de lágrimas y sal.

El niño pareció querer decir algo, pero una fuerte arcada cortó sus palabras de un seco tajo, obligándole a inclinarse de nuevo y soltar todo lo que llevaba dentro. Acarició su espalda con cariño, agarrando el papel higiénico y tomando una buena cantidad. Cuando parecía que ya había acabado, lo sostuvo de la mandíbula y lo limpió con cuidado.

Estaba pálido e hiperventilaba, tenía los ojos cansados, como si no hubiera dormido nada durante toda la noche. El reloj daba las cuatro de la madrugada, cuando se había levantado.

—-Me siento muy mal. —Alcanzó a decir el chiquillo, incorporándose junto a su padre. Sorbió por la nariz, notando que el otro le otorgaba un pequeño beso en la frente. —Quiero dormir contigo, ¿puedo dormir contigo?

Asintió, apartando las ganas que tenía de desmoronarse, de meterle un buen golpe a la pared y desahogarse con cualquier cosa. Alzó a su niño en brazos y salió del baño, con cuidado de que no se diera contra el marco de la puerta. Lo depositó en su enorme cama y lo arropó, encendiendo la tenue luz de la mesita de noche.

—¿Tienes hambre? —Preguntó, le daría algo suave y ligero para que su estómago no estuviera vacío hasta la hora del desayuno. Escuchó una afirmación. —Te traeré algo.

Y, minutos después, Megumi comía gelatina de fresa y bebía un vaso de zumo de naranja, absorto en la pared de enfrente. Todo el rato estuvo acariciando su cabeza, asegurándole que aquel era el efecto secundario más común y que no debía de preocuparse. Permanecería a su lado toda la noche, con la bola de pelo negro y el peluche de un conejo entre sus brazos.

—Te quiero. —Susurró, besando su cabeza.

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—Estás demasiado cansado como para venir conmigo. —Le había dicho, pero, al final, no había resistido la desolada mirada azul que le había dado.

Y Toji se había llevado al crío con él al centro comercial. Le desabrochó la chaqueta de lana al entrar y lo tomó de la mano, advirtiéndole de que quería que le dijera cuándo se encontraba mal. Acabaron internándose en la zona de papelería, el chiquillo revoloteaba con colecciones de lápices de colores y rotuladores en la mano, algunos demasiado caros o exclusivos.

Megumi adoraba aquella zona, le encantaban las manualidades, las tarjetas y postales, los dibujos y las acuarelas. Soltó a su padre —que ya parecía bastante harto de tantos arcoíris— durante un instante y se perdió en uno de los pasillos, para coger un bote de purpurina con forma de estrellas. Se puso de puntillas, intentando alcanzarla en la estantería, cuando una generosa mano intervino y se la ofreció.

—¡Hola, chiquitín! —Satoru se agachó a su altura y le dio el brillante bote, acariciándole el pelo. —¿Dónde está tu padre? ¿Cómo estás?

—¿Y tú qué haces aquí? —El susodicho apareció en el pasillo con cara de pocos amigos y una cesta repleta de lápices de colores. Se sorprendió al ver al albino, que abrazaba con ternura a su pequeña joya, hablando con él. Se dio cuenta de cómo habían sonado sus palabras y se frotó los ojos, cansado. —Buenos días.

Love of my life || TojiSatoΌπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα