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Hacía demasiado tiempo que no se acostaba con una mujer.

A Gojo Satoru no se le ocurrió otro motivo que explicase su reacción ante el joven Itadori Yuji; era un efecto tan poderoso que se vio forzado a sentarse detrás del escritorio para esconder su repentina e incontrolable erección. Miró fijamente al joven, perplejo, y se preguntó por qué su mera presencia bastaba para encender un fuego tan impetuoso en su interior. ¡Maldición era un muchacho! Nunca nadie lo había pillado tan desprevenido y menos un joven adolescente y mucho menos uno varón!

No cabía duda que él era encantador, tenía el cabello algo puntiagudo con un tono al rosa pálido en la zona superior y más abajo a un tono más oscuro y los ojos marrones claro, pero además poseía algo que destacaba más allá del atractivo físico, un rastro de ardor que yacía latente bajo la tierna fragilidad de su rostro. Como cualquier hombre, Gojo se excitaba más con lo que se ocultaba que con lo que se mostraba y estaba claro que Itadori Yuji era un joven que ocultaba muchas cosas, pero; ¡Maldición! debería buscar otro improperio ya que su cerebro dejó de marchar correctamente. ¡Es un muchacho quien lo está encendiendo! ¿Debería confinarse él mismo a una celda?

En un intento por controlar su excitación, el juez Gojo centró su atención en la marcada superficie de su escritorio hasta que su calentura comenzó a disiparse. Cuando por fin pudo reencontrase con la serena mirada de él, decidió callar, puesto que había aprendido hacía mucho tiempo que el silencio era un instrumento muy poderoso. A la gente le incomodaba el silencio; normalmente trataban de llenarlo y en su intento revelaban muchas cosas.

Sin embargo, a diferencia de otros tantos jóvenes, Itadori no comenzó a hablar de forma nerviosa. Lo miró a los ojos desconfiado y no abrió la boca; era obvio que estaba dispuesto a esperar.

-Itadori-kun- dijo él finalmente-, mi secretario me ha informado de que no ha querido exponer el motivo de su visita.

-Si lo hubiera hecho, no me habría dejado cruzar la puerta. He venido por la oferta de empleo.

Gojo había visto y vivido demasiadas cosas a lo lardo de su profesión, así que casi nada le sorprendía. Sin embargo, el hecho de que él quisiera trabajar allí, para él, era cuanto menos asombroso. Por lo visto, el joven no tenía la menor idea de en qué consistía el trabajo.

-Necesito un ayudante, Itadori-kun. Alguien que me haga de secretario y se ocupe de mi agenda a tiempo parcial. Sugamo no es un lugar para un joven adolescente.

-El anuncio no especificaba que su ayudante tenía que ser un viejo -señaló él- Sé leer, escribir, administrar los gastos del castillo y llevar los libros de cuentas. ¿Por qué motivo no podría optar al puesto? -El tono atípico de su voz sonó ahora algo más desafiante.

Gojo, fascinado aunque impasible, se preguntó si no se habían conocido antes. No; lo hubiera recordado. Sin embargo, algo en él le resultaba familiar.

-¿Cuántos años tienes? -preguntó de forma abrupta, suponiendo que ni llegaba a los veinte-. ¿Veintidós? ¿Veintitrés?

-Cumpliré diecisiete años, señor.

-¿En serio? ¡Entonces tienes dieciséis años! -dijo Gojo, incrédulo. Era demasiado joven incluso para ir al Kabukichō, el barrio rojo más importante de Japón.

-Sí, en serio -contestó él, que parecía estar divirtiéndose. Dio un paso al frente y se inclinó sobre el escritorio de Gojo, poniendo las manos ante él-. ¿Lo puede ver? No soy un joven de alcurnia, mis manos saben trabajar.

Gojo estudió aquellas manos que le eran ofrecidas sin orgullo tras la tela de color oscuro que cubría sus ojos, claro que podía ver. No eran las de un joven, si no las de un hombre capaz, que sabía lo que era trabajar duro. Aunque tenía las uñas esmeradamente limpias, estaban cortadas casi al ras. Tenía los dedos marcados, seguramente por cortes y por quemaduras.

Un amante discretoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora