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     —¡Gojo-sensei! —exclamó Yuji cuando vio a Satoru vestido y en pie—. Ieiri-sensei dijo que debía guardar cama al menos un día más.

     —¡Ella no lo sabe todo! —replicó Satoru.

     —¡Y usted tampoco! —Preocupado, Yuji siguió los movimientos de Gojo-sensei—. ¿Qué piensa hacer?

     —Estaré en mi despacho una hora, más o menos.

     —¡Pues parece que se la pasará todo el día trabajando!

Durante los cuatro días que Satoru había estado en cama, a Yuji le había sido cada vez más difícil hacerlo reposar. A medida que le iban volviendo las fuerzas y se le iba curando el hombro, más ganas tenía de retomar su habitual y agotador ritmo. Para mantenerlo en cama, Yuji le había servido todas las comidas y se había pasado horas leyéndole. A menudo, lo había visto dar cabezadas y se había fijado en cada detalle de su rostro, distendido por el sueño; la forma en que le caía el cabello en la frente, las suaves pestañas...

Se había familiarizado con el olor de Satoru, con la textura de sus músculos cuando le cambiaba el vendaje; con el tono de su risa; con el modo en que lo sorprendía con sus besos cuando él se llevaba la bandeja o le acomodaba la almohada, unos besos dulces y contenidos mientras lo tocaba de forma amable pero insistente.

Y en lugar de negarse, él correspondía.

Para vergüenza de Yuji, había comenzado a tener tórridas fantasías con Satoru. Una noche había soñado que se metía en su cama y se acostaba desnudo junto a él. Cuando hubo despertado, se dio cuenta que las sábanas estaban mojadas de transpiración, que el corazón le latía más deprisa y tenía la entrepierna mucho más sensible de lo habitual. Por primera vez en su vida, colocó sus dedos sobre aquél palpitante miembro y se acarició con suavidad. Un placer inmenso le recorrió al imaginarse que Gojo-sensei lo tocaba de nuevo, que le besaba uno de los pezones y que movía los dedos de forma experta entre sus muslos. Aunque la sensación de culpa y vergüenza era cada vez mayor, siguió estimulándose y descubrió que cuanto más fuerte se frotaba, más intenso era el placer, hasta que desembocó en una ola de calor y de sus labios emitió un tembloroso gemido, a medida que manchaba las sábanas.

Yuji se puso boca abajo y se quedó confuso y aturdido. Sintió el cuerpo placenteramente más pesado y se preguntó con qué cara miraría a Gojo-sensei al día siguiente. Nunca había sentido nada igual; era una necesidad física tan urgente que lo alarmaba.

Además de la atracción sexual que sentía, se daba cuenta de cuánto le gustaba Satoru. Le fascinaban las peculiaridades de su personalidad. A él le hacía gracia el hecho de que, aunque Gojo-sensei nunca mentía, maquillaba la verdad con aras de sus propósitos. Si, por ejemplo; alguna vez levantaba la voz, aseguraba que no estaba gritando, sino que estaba siendo «claro».

Negaba que fuese testarudo y se definía a sí mismo como alguien «firme». Tampoco era autoritario, solo «decidido».

Yuji había compartido con él los pocos recuerdos que guardaba de su infancia. Gojo-sensei había sido capaz de extraer de Yuji más confesiones, a pesar del esfuerzo de él por guardárselos. Antes de darse cuenta, se había encontrado así mismo contándole las vivencias de los meses siguientes a la muerte de su abuelo, cuando él y Ryōmen se habían dedicado a hacer de las suyas por el pueblo.

     —Yuji —preguntó Satoru con calma—, ¿cómo murió Ryōmen?

Esa pregunta lo puso tenso y tuvo que resistir la tentación de contarle la verdad. Aquella voz, suave y profunda, le estaba tocando la llave que abriría su alma, y si Yuji se lo daba, Gojo-sensei se pondría furioso, lo castigaría, y él sería reducido a nada.

Un amante discretoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora