Una pieza

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A menudo la gente decía que Kiel era raro.  

Porque no salía; se la pasaba soñando despierto. Porque no hablaba; en su cabeza ocurrían largas pláticas sobre las diferencias entre un erizo y un puerco espín. Porque no hacía nada, no practicaba ningún ejercicio ni tocaba ningún instrumento; a Kiel le gustaba respirar despacio y pensar muy de prisa.  

De todas formas, había quienes interpretaban su rareza como algo bueno, así como quienes decidían que era algo malo. Lo que concluía en que dicha palabra fuese solo un misterio en sí misma, justo como se consideraba a él mismo.  

Para Kiel era más fácil pasar tiempo en solitario, aunque tampoco era como si lo prefiriese todo el tiempo. A veces se sentía distante, como la hoja restante en una rama apartada del resto. Y no sabía muy bien cómo acercarse, sin importunar a los demás. Por lo que prefería hacerse amigo de los animales; pues a los peces no les incomodaba el silencio, los perros no se hartaban cuando les hablabas hasta por los codos, y los gatos eran demasiado orgullosos como para apartar la mirada si te les quedabas viendo. Para ellos no era insulto, ni era bobo el interés que les mostrabas.

Aunque así pensase, no tenía mascotas. A sus padres les preocupaba que no pudiese hacerse cargo, y dicha preocupación llegaba a Kiel; quien constantemente se preguntaba si no se aburrían de él, si no preferían a otro humano como compañero, o si simplemente los estaba amarrado a él debido a su propio egoísmo.  

Hasta el día que la vio, a la gata calicó. Paseando la mirada por la calle, como si se tomase un momento para apreciar todo lo que le rodeaba. El sol caía a raudales sobre su pelaje de colores; de naranja, blanco y negro. Sus diminutos ojos verdes habían parado sobre Kiel, solo un momento, como si sintiese curiosidad por la existencia del mismo. Aunque vivían en una zona residencial, la gata calicó andaba a sus anchas, como si la libertad fuese su propio nombre.  

Mientras que Kiel estaba atrapado en sus propias indecisiones, incómodo con las infinitas posibilidades. Porque en ellas su hermano mayor se iba, y lo dejaba.  

—¿Te podrías calmar? —le había preguntado Issen, sin dejar de guardar sus camisetas en la maleta.  

La única respuesta que obtuvo fue un gruñido, mientras Kiel rodaba en la cama sin muchos ánimos.  

—Solo iré a la universidad —le arrojó una camiseta, tan grande que cubrió a Kiel como si este fuese del tamaño de un frijol. Aunque, si bien era cierto que, nunca se había sentido tan pequeño como en ese preciso momento se sentía—. Volveré antes de que te des cuenta.  

—No nos veremos más. —se quejó el menor de los hermanos.  

—Podemos hablar por videollamada.  

—No es lo mismo. —murmuró Kiel con voz apagada, tras hundir su cara en la almohada.  

Issen era cinco años mayor, era su hermano y su mejor amigo. Aunque dijesen que los hermanos no contasen como amigos, ¡para Kiel sí contaba! Su hermano mayor no pensaba que era raro, y si lo pensaba, pues entonces no le importaba demasiado. Era el único que lo soportaba cuando hablaba de las cosas que llamaban su atención, el que le seguía el ritmo cuando cambiaba veinte veces de tema, el que siempre lo estaba animando cuando tenía dudas. Kiel e Issen eran un equipo, y el menor no sabía lo que sería de él sin su compañero.  

—¿De dónde crees que sea? —intentó cambiar el tema.  

Issen le dedicó una mirada interrogante.  

—¿De dónde creo que sea qué?  

—La gata calicó.  

—¿Cómo sabes que es niña? —le cuestionó, arrugando las cejas.  

—Porque al menos el setenta por ciento de los gatos calicó son niñas —respondió como si fuese algo obvio, como si todo el mundo supiese ese porcentaje de memoria—. Responde la pregunta.  

Issen bufó, mas sin embargo tomó asiento en el borde de la cama y lo pensó. Al menos por un minuto, antes de encogerse de hombros.

—No lo sé.  

—Quizás no tiene casa. —murmuró Kiel.  

—Quizás. Oye, ¿sabes dónde está mi chaqueta café?  

—No —le respondió con aire ausente, y mientras Issen se marchaba a preguntarle a su mamá, Kiel miró hacia el techo de la habitación—. Quizás le gusta no pertenecer.        


El día que Issen se marchó, sonreía tan brillante que su hermano se tragó todas las cosas que quería decirle. Y lo despidió con la promesa de no convertir su habitación en una biblioteca, o en un salón de té, pues siempre se había burlado de los pasatiempos de Kiel, que no podía negar que se asemejaban a los de un anciano. Su hermano recogió todas sus cosas, besó a su madre en la mejilla y le pidió a su padre que lo acercara a la parada de autobuses. Y luego se había ido.  

Mientras tanto, Kiel pensaba en una palabra: Feuillemort. Venía del francés, y su significado describía el color de las hojas en verano; específicamente cuando caían y cubrían el suelo.  

Sentado en la acera frente a su casa, veía el árbol del vecino. Más específicamente; veía las hojas y se preguntaba si acaso eso era el feuillemort. Fue en ese momento en el que volvió a encontrarse con ella; la calicó iba caminando por la calle cubierta de hojas, pasando por delante de Kiel, quien la observó con incredulidad hasta que esta decidió sentarse bajo el sol de la media tarde y le devolvió la mirada.  

—¿Podría ser que tú también estás sola?  

Se miraron directo a los ojos, y era gracioso cómo sus ojos claros lo veían; sin siquiera llegar a comprender cuán solo se sentía en ese momento.  

No había consuelo, ni revelaciones. Solo un niño solitario y un gato sin hogar.  

Fue una voz, sin embargo, lo que interrumpió sus pensamientos.  

—¡Aval!  

Una niña como de su edad salió de la casa del portón negro, para ser exactos, de la casa a la que pertenecía aquel árbol que estaba viendo. Ese que atrapaba la luz del sol entre sus hojas antes de caer al suelo. El que había estado mirando antes.  

—¡Aval! —volvió a decir, antes de tomar a la gata calicó entre sus brazos—. ¡Con que aquí has estado!  

Kiel casi sonrió, parecía ser que la gata calicó sí tenía un lugar al cual pertenecer después de todo.  

Entonces la niña se percató de su presencia y lo encaró, sin darle un segundo para, al menos, dejar de mirarla.

Lo primero que le llegó a la mente era que ella le hacía pensar en cuando soplabas burbujas; fuerte, cuidadosa y sin temor. Sus ojos eran verdes, claros y familiares. Y su piel tenía manchas, tanto oscuras como claras.  

Era como si la gata calicó fuese un pedacito de lo que su compañera humana era.  

Así que no apartó la mirada, en cambio, fijo su atención en la cara en forma de corazón que tenía la niña calicó, en sus cejas gruesas y en sus pestañas largas, a sus ojos como aceitunas.  

Y dijo:  

—A mí también me gustan los gatos.  

Porque no había misterio que se resistiese a ser descubierto.

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