CAPÍTULO 53

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El timbre de mi piso suena. Camino con cuidado de no hacer ruido, pero con ansia por abrir la puerta. Miro por la mirilla y allí está ella, con las manos agarrando su mochila de viaje, con ese pantalón ancho hippie y una camiseta de tirantes con estampado de flores. Al igual que el día que nos conocimos, lleva el pelo leonado recogido. A diferencia del día que nos conocimos, mi pelo está mucho más corto, aunque ya me ha crecido hasta tapar mis orejas. Me guardo un mechón del flequillo detrás de la oreja y abro de una vez.

Naira fuerza una sonrisa de saludo. Yo me hago a un lado para dejarla pasar. Cuando esta mañana me llamó, tras mes y medio de insufrible espera, con intención de verme antes de coger un vuelo hasta su ciudad la semana que viene, me puse muy nerviosa. La cité para vernos esta misma tarde, en mi casa, para comprobar si de algún modo sentía miedo de mí. Y ella aceptó, valiente.

—Creí que no vendrías —le confieso de camino al pequeño salón-comedor—, que me tendrías miedo después de saber quién soy.

Le ofrezco café, pero lo rechaza, prefiere sentarse en el sofá y hablar de una vez. Según cómo se de esta conversación, saldremos con la intención de vernos otra vez, o la dejaré marcharse para no volverla a ver. Llevo desde esta mañana cambiando de idea mil veces; por momentos pienso que sacaré mi peor carácter y la haré alejarse de mí. Por momentos pienso que intentaré convencerla de que siga conociéndome.

Y aquí es donde me pregunto ¿para qué? ¿Voy a cambiar acaso por estar con ella? Si eso fuera así no hubiera cometido el asalto al tren, ni hubiera entrado en mi antigua casa sin permiso, ni me hubiera embolsado más de quinientos mil euros con el último trabajo hecho con Aqrab en la casa del magnate árabe.

—Me pediste que te llamara cuando estuviera dispuesta a saberlo todo de ti —responde ella, mostrando seguridad—, así que aquí estoy. Y no te tengo miedo, si quisieras matarme tuviste la oportunidad en el hotel.

—¿De verdad estás dispuesta a saberlo todo? —le pregunto, temiendo la reacción que pueda tener al escuchar mi relato.

Porque sí, estoy dispuesta a contarle todo sobre mí, mi vida, mi infancia, mi presente, y también mi futuro. No quiero mentirle, ni hacerle creer que voy a cambiar de vida por ella. Quiero que sepa quién soy y quién pienso seguir siendo hasta saber cuándo, hasta que muera o hasta que me encierren en una cárcel de la que no pueda salir nunca.

—¿Y tú a contármelo? —me rebate ella.

—No hablo con facilidad de mi vida —le reconozco, pensando en Caterina, a quien tardé en contarle cosas de mi pasado—, pero quiero hacerlo. Quiero que sepas quién soy para que luego decidas qué hacer conmigo. Así que, si tienes alguna pregunta, hazla, responderé a todo.

—¿Mataste a tus padres cuando tenías quince años? —inquiere de inmediato, sin rodeos. Me gusta que sea así de directa.

—No. A veces no hay que creerse todo lo que digan los medios de comunicación —comento desdeñosa—. No los maté, al menos, no directamente. Mandé matarlos a Agnus Dei, la banda que entró a robar a mi casa. Esa misma noche me marché con ellos.

—El día de tu misteriosa desaparición —piensa ella, recordando lo que ha leído de mí—. ¿Por qué lo hiciste? —Naira arroja la pregunta sin miramientos y casi con ansia por querer saber más.

Aquí empieza lo difícil de explicar, por lo que esta vez me tomo un tiempo para hablar. Lanzo una mirada a mi tocadiscos, el que recuperé, junto al resto de cosas, del trastero que Caterina me consiguió para guardar mis cosas antes de mi primera detención. Me he dado cuenta, hace tiempo, que la música me ayuda bastante a ordenar ideas y expresarlas en voz alta, así que me acerco hasta mi caja de vinilos y elijo Non, je ne regrette rien, la canción que Francesco me descubrió y que se convirtió en una de mis favoritas.

La AjedrecistaWhere stories live. Discover now