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La última noche que pasó en la cárcel, Roja soñó que había perdido una pierna. Se vio a sí misma en una sala estrecha, rodeada de mujeres que la prevenían contra una médica que se acercaba a ella con una venda en una mano y una inyección en la otra.

Roja se despertó de madrugada, empapada de sudor. Dejó pasar las horas mientras buscaba la mejor posición, y la más cómoda, para pasar inadvertida entre la ropa de la cama si alguien venía a buscarla antes de las ocho. Desde la celda oyó cómo el agua corría por las cañerías del penal. Oyó cómo las gotas del escape del baño caían dentro de un cubo de plástico que fue llenándose a medida que pasaron las horas, hasta dejar de hacer ruido. Oyó los pasos de las presas encargadas de la lavandería –las primeras en levantarse– y el de las rejas abriéndose para las internas que iban a pasar el día fuera, de permiso.

Roja no salió de la cama hasta que una mediadora la fue a buscar para llevarla a la Oficina de Ingresos y Salidas. No se despidió de nadie. Debajo de la almohada dejó un sobre con una carta para la presa que fuera a ocupar su celda. Habría querido escribir que la cárcel era un lugar difícil pero no terrible en cuanto una se acostumbraba, sobre todo si la vida que se dejaba atrás no era mejor que la que le esperaba dentro. Habría querido argumentar que la libertad era un valor que uno solo podía apreciar cuando tenía opciones plausibles de elegir cómo vivía, algo que no se daba en las vidas de la mayoría de sus compañeras ni podía darse, en concreto, en las de las que habían nacido en países donde ni el concepto de libertad ni el de elección existían. Habría querido sostener, porque así lo creía, que a ella nadie le había hecho un favor metiéndola allí, puesto que habría preferido poder enderezar su vida por ella misma y no tener que hacerlo a la fuerza en una institución en la que una existencia aceptable y correcta era incompatible con los fallos (y por ende con la existencia misma, pensaba Roja). Si no, no había permisos, no había beneficios, no había posibilidad de avanzar. La disidencia, que fuera de la cárcel no era delito, dentro era tabú, por peligrosa.

Sin embargo, había tenido tiempo de reflexionar, se decía Roja, y eso estaba bien. En la vida fuera pocas veces uno tenía tiempo de reflexionar. En la cárcel se podía, aunque se corría el riesgo de ver la reflexión retorcida, cuestionada y patologizada cuando no gustaba, cuando no encajaba.

Al final solo escribió cinco palabras en la carta: "Si te portas bien, sobrevivirás". Luego se cambió de ropa por última vez, dejó el mono azul de presa sobre la cama y salió de la celda. La mediadora le preguntó si no se iba a llevar nada consigo. Roja negó con la cabeza.

En la Oficina de Admisiones y Salidas las esperaba una policía joven. La sargento Sara Sal golpeaba el zócalo con un zapato de suela de goma manchado de barro. De vez en cuando echaba las espaldas hacia atrás al tiempo que giraba la cabeza hacia adelante.

–¿Carlota Fernández? –preguntó al verlas.

Roja no dijo nada.

–¿No eres tú? –insistió la policía.

Roja seguía sin moverse.

–Verá, sargento... –intervino la mediadora–. La interna Fernández ha venido experimentando algunos problemas de conducta desde que ingresó en el centro. No existe ninguna dolencia que le impida hablar, pero nuestros informes apuntan a que experimenta un trastorno del habla debido a una ansiedad mal tratada en la adolescencia que se acentuó al llegar aquí.

La sargento Sal se encogió de hombros.

–De acuerdo. Yo solo la tengo que llevar a servicios sociales, ¿no? Pues dejo el papel conforme la custodio yo y nos vamos.

La sargento Sal dejó un expediente sobre el tablero de la oficina y le hizo un gesto a Roja para que la siguiera por un pasillo largo, recto y cerrado en el que no había ninguna oficina ni despacho. Al final había una puerta que cualquiera podía abrir: estaba en la zona de personal, y no estaba cerrada con llave. Al otro lado estaba la calle. Al salir, Roja clavó la vista en los adoquines. La sargento la miró, mientras rebuscaba algo en el bolsillo de su chaqueta:

–¿Es cierto que no hablas?

Roja alzó la vista hacia el cielo. 

–No, claro que no –contestó–. Solo es que me tenían cansada. Dejé de hablar porque no tenía nada que decir.

El día era gris. Aunque la cárcel estaba situada en un cerro en las afueras, era difícil respirar. El aire, pensó Roja, seguía siendo denso y tóxico, como lo era dos años atrás.

–Espérate aquí, anda –pidió la sargento Sal–. Tengo que hacer una llamada.

Roja se sentó en el bordillo. Sal había sacado del bolsillo interior de su chaqueta un bocadillo aceitoso que empezó a mordisquear, mientras con la mano derecha sostenía el móvil e intentaba marcar un teléfono. No lo consiguió. Tuvo que guardar el bocadillo, e intentarlo de nuevo con ambas manos. Roja reparó entonces en que le faltaba un dedo de la mano derecha.

La sargento habló por teléfono durante cinco minutos y luego colgó con desgana. Miró a Roja, sentada en el borde de la calle. No sintió lástima. Pensó en todas las veces en las que había tenido que dejar marchar de comisaría a una persona culpable, y se alegró de que en la cárcel hubiera personas pagando por crímenes que habían cometido.

–Antes de ir a servicios sociales vas a tener que acompañarme a un sitio –dijo–. Tengo un aviso 446 y es urgente. Voy a tener que ir, y tú conmigo.

Roja se levantó.

–No. No voy a acompañarte.

–Ah, ¿no?

–No. Voy a resolver este caso.

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