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Timo Volks-Engels, alias 'Rosetta', tenía 36 años y un perfil hermoso. Roja miró su rostro, delicado y sonrosado, antes de que el forense cerrara la cremallera de la bolsa con la que iban a llevarse su cadáver. Cubría sus párpados una sombra gris, que terminaba en un rabillo que a Roja le recordó a una cola de un gato. 

Al otro lado de los parterres enjardinados del monumento, un chico joven lloraba abrazado a sus piernas, juntas las plantas de los pies y con las rodillas dobladas sobre el suelo en un rombo perfecto. La policía había dispersado la manifestación, de la que ya solo quedaban grupos reducidos que, por curiosidad o perseverancia, todavía permanecían en las calles aledañas. Charlaban, bebían y se divertían en grupos. Todo dolor les era ajeno, pensó Roja.

Mientras el forense evaluaba cómo recoger las ratas para trasladarlas al laboratorio, Roja intentó acercarse hasta el chico. Había acudido hasta los agentes para identificar a la víctima. Entre sollozos entrecortados, les explicó que habían ido a la protesta juntos y que durante media hora se había separado de él para buscar a un compañero del local donde trabajaban, el 'Dorado', que también había ido a la manifestación.

Roja levantó la cinta amarilla del perímetro que rodeaba el monumento. Un agente hizo ademán de detenerla. Ella le sonrió y frunció el ceño:

–¿No se lo ha dicho la sargento? Soy su ayudante.

El agente, un hombre de unos sesenta años y mirada cansada, observó a Roja con una curiosidad estrictamente ceñida al deber profesional. Viendo que no se movía, ella insistió:

–¡Muévase, hombre, muévase!

El policía giró con dificultad sobre sus talones mientras se llevaba las manos a la tripa hinchada, que dificultaba el paso por el hueco que el monumento dejaba hasta el rincón donde estaba el chico, que seguía sollozando echado sobre sus piernas. Cuando Roja llegó a su lado, estiró el cuello delgado hacia delante: las vértebras se le marcaron sobre la piel blanca en una curva elegante y armoniosa. Había una extraña perfección en la forma con que su espalda se amoldaba a su nuca. Roja sintió un deseo irresistible de acariciársela, y lo hizo.

–¿Eres policía? –susurró el joven.

–Soy lo contrario a la policía.

–Bien –sonrió, y levantó la cabeza–. Entonces vamos a entendernos. ¿Conocías a Timo? ¿Es por eso que estás aquí?

Roja negó con la cabeza

–Me lo imaginaba. Poca gente por aquí sabía quién era a parte de mí. Muchos lo conocían, sí, pero solo en su papel de Rosetta. A Timo le encantaba vestirse de drag queen para actuar en el Dorado. Decía que así era fácil creer durante una noche entera (¡una noche entera!) que todos podemos ser alguien distinto. Decía que nunca es tarde para tener otras vidas, otros amores.

–¿Erais pareja?

El chico entrecerró los ojos y examinó a Roja.

–Tú no sabes quién era Timo, ¿verdad?

Roja iba a contestarle cuando un grito ahogado llegó hasta ellos desde el otro lado del monumento.

Una mujer se abrazaba sobre la funda del cadáver, mientras un par de agentes trataban de apartarla con delicadeza, sujetándola por los codos y procurando que no se lastimara los pies descalzos. Detrás de ella había dos tacones negros, olvidados sobre el asfalto de la carretera donde la esperaba un chófer y dos guardaespaldas con el rostro cubierto. Un par de manifestantes señalaron hasta ellos, mientras una agitación repentina –"La mecha no se ha apagado", pensó Roja– recorría la multitud. 

Un murmuro sigiloso, contenido, sorteó las distancias entre los dispersados, que se reagruparon. Alzaron de nuevo las pancartas. Volvieron los encapuchados. Un cóctel molotov aterrizó en el centro del Monumento a la Logia, donde una llamarada se alzó y se reflejó, ardiente, entre los vidrios de colores sobre la piedra. Antes de que se diera cuenta, Roja se vio envuelta en una multitud que atravesaba el perímetro y pugnaba por llegar hasta el lugar donde estaba la mujer, a la que dos agentes pedían que subiera a un coche, mientras el cadáver abandonaba el lugar en otro.

Roja notó cómo una mano la agarraba por la cintura. Al girarse se sorprendió de encontrar ante ella el rostro moreno y anguloso de la sargento Sal, que se cubría la boca con un pañuelo:

–Tenemos que irnos de aquí.

Roja miró a su alrededor: ya no había ni rastro del chico. Los manifestantes gritaban al unísono consignas ininteligibles, y que sin embargo advertían del peligro, de la rabia, de las inevitables consecuencias de su furia. Un bote de humo estalló a su lado. Roja sonrió con los ojos cerrados, mientras Sal la arrastraba hacia una esquina donde dos enfermeros atendían a una mujer herida. "No habrá tregua", pensó.

Roja y Sal se montaron en el coche patrulla y se dirigieron hacia uno de los callejones que la policía había conseguido salvaguardar de la turba.

–¿Quién era esa mujer? –preguntó Roja, cuando cruzaron el puente en dirección al oeste de la ciudad.

–La esposa de la víctima.

–Puede que haya errado en la pregunta. ¿Quién es Timo Volks-Engels?

Sal suspiró.

–Timo Volks-Engels es, desde el pasado año, el futuro heredero de la automovilística Volks-Engels. Nuestra víctima tiene aspecto de paria pero más de media docena de ceros en su cuenta bancaria. Los mismos tiene su mujer, que consentía en que llevara una vida paralela a condición de que asistiera a los consejos de administración de la automovilística y votara según sus indicaciones. Llevan diez años casados. Ella dirige las sucursales de la empresa en Europa desde Alemania. Al parecer Timo faltó a la última junta. Esa es la única razón por la que Marisa vino a la ciudad a buscarle.

Roja asintió.

–Así que futuro heredero desde el pasado año. ¿Qué hay del anterior?

–Se voló la cabeza.

–¿Alguna pista de por qué?

–Mira a tu alrededor. La gente se muere por su culpa.

Por el retrovisor, Roja vio cómo un anciano se llevaba una mano al pecho y se apartaba la mascarilla que le cubría la boca. Quería respirar. No podía.

Logia [COMPLETA]Where stories live. Discover now