Problemas Familiares

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POV Calle

El corazón se me quería salir del pecho.

Volví a alzar la mirada y ahí estaba: acompañada del jefe de pandilla que se hacía llamar justiciero, con tatuajes hasta la nuca y rodeada de hombres con armas hasta los dientes. Pero ella no me daba miedo. Ni siquiera cuando estaba rodeada de criminales, adictos y homicidas.

Lo único que me provocaba era asco e ira.

No había cambiado en nada en los últimos veinte años. Era idéntica a la mujer que recordaba amar y admirar con todo mi ser; pero esa mujer se había ido. No era más que una triste versión de ese brillo.

No pude evitar que recuerdos de mi niñez me inundaran cuando sus ojos buscaron los míos.

Recordé cuando mi hermana y yo nos encerrábamos en nuestro cuarto a escuchar música y jugar algún juego que nos inventábamos para no tener que escuchar los gritos que venían desde la cocina. Recordé despertarme a mitad de la noche casi a diario porque mi madre llegaba a casa oliendo a alcohol. Recordé la desesperación de papá por mantener a la familia unida.

Recordé una noche salir de la cama y seguir el sonido de pasos hasta la estancia para ver desde detrás del sillón como mi madre se llevaba sus cosas y salía por la puerta principal sin despedirse.

No podía creer que se dignase a aparecer a mis 25 años. Veinte años tarde. Y sentí a mi corazón estrujarse y a mi sangre hervir.

Fruncí el ceño cuando habló.

—¿Dani? ¿De verdad eres tú?

Se atrevió a sonreír.

Recordé que la tristeza y el dolor duró años. Recordé haber tenido la esperanza de que volvería a pesar de que papá nos repetía que estábamos mejor sin ella. Recordé querer creerle, pero seguir imaginando estar en los brazos de mi madre de nuevo.

—No me llames así.

Mi voz salió como si de un gruñido se tratase.

Recordé cómo años después, antes de la muerte de mi padre, mi dolor se transformó en ira. Ira porque ella se rindió. Ira porque no fuimos suficientes para ella. Ira porque nos abandonó.

Sentí la mirada de María José a mi lado endurecerse y casi escuché sus huesos tronar cuando cerró el puño. Cuando la calidez de su mano envolvió la mía, sólo quise esconderme en sus brazos y llorar.

—Dani, soy yo. ¿Me recuerdas? Soy tu mamá— dijo queriendo acercarse, pero al primer paso que dio adelante, yo me alejé. Pareció ser suficiente para que captara el mensaje.

Recordé cómo mi hermana se volvió esa figura materna que ella nunca pudo ser.

—No tienes ningún derecho a reclamar ser mi familia.

Los ojos me picaban y la garganta me dolía.

—Mi amor, ¿no me reconoces?

Recordé sentir como si perdiese a mi madre de nuevo cuando Juli murió en aquel accidente.

Exploté.

—¡No tienes derecho a dirigirte a mí de esa forma!

Mi grito resonó en las paredes del edificio abandonado cuando el sonido de armas siendo cargadas y apuntadas en nuestra dirección se le unieron. Me helé, y aunque mi mente me gritaba que huyera, mis pies no parecían responder a ningún comando.

Ella alzó su tatuada mano e hizo un gesto.

Los hombres bajaron sus armas.

Era su pandilla.

El cuchillo enfundado en mi muslo comenzó a arderme cuando comenzó a caminar hacia nosotras. Noté como María José acerco su mano libre a su espalda baja, donde tenía escondida su arma.

Ella tomó mi mano libre en las suyas.

Aunque quisiera, no me podía mover.

—Vamos, Dani: quédate con nosotros. Tienes un lugar aquí, estas en casa ahora. Estás con mamá.

La dulzura en el tono de su voz me daba nauseas. Mi mandíbula dolió.

—Tú no eres mi madre, —me solté de su agarre. —Tú nunca fuiste mi madre. Tu nunca te preocupaste por mí. Tu nunca cuidaste de mí. La que hizo todo eso fue mi hermana, y hace ya mucho se fue. —Acerqué mi rostro unos centímetros. —Es demasiado tarde para que intentes ser una.

Mis pies volvieron a funcionar y me alejé, arrastrando a María José conmigo.

No sonaron balas, no comenzó un tiroteo. Lo único que se escuchaban eran nuestras botas chocando contra la gravilla al caminar. Un silencio casi ensordecedor.

Abrí la puerta del carro y me senté frente al volante. Mis manos lo apretaron hasta que mis nudillos se pusieron blancos.

Solo entonces la expresión de Majo se relajó. Su voz fue dulce. Así como sonaba cuando sólo estábamos nosotras, cuando no tenía que ser quien dicta las órdenes.

—¿Estás bien?

Era una pregunta estúpida. Ella sabía que era una pregunta estúpida.

Tuve que respirar profundo para no descargar la ira que seguía corriendo por mis venas en ella.

Volví a abrir los ojos antes de hablar.

—Sólo vámonos de aquí. Conseguiremos lo que necesitamos en otra parte.

Encendí el motor y pisé el acelerador.

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