Prólogo

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23 de marzo, 2017

Está lloviendo y es de noche, mis ojos están exhausto pero mi mente no deja de crear angustia y ansiedad, siento mi cuerpo emanar una fuerte adrenalina, pero me aferro al cigarro que sostengo en mi mano y me concentro en el humo que sale de mi boca; el olor apesta.

Suena un rayo.

Escucho a Henry, el Padre del centro de ayuda.

—Buenas noches, Dashner—volteo para mirar hacia las escaleras del umbral del edificio. Veo al Padre Henry, con su traje modesto, su sonrisa y las manos dentro de su traje—. Me alegra verte, entra, estás empapado—alude, haciendo ademán para que me acerque, la luz se posa sobre él, por lo que puedo ver su rostro desvejecido de cincuenta y cinco años que no supera la bondad de sus ojos.

No quiero acercarme, de hecho, pensarlo implica un enorme esfuerzo de voluntad y temo fallarle a ese hombre, de verdad, me dolería ver la decepción posada en sus ojos, sobre todo cuando no he visto algún otro sentimiento mayor que su bondad.

—Todo estará bien—me dice, sin darme cuenta, el Padre ahora está frente a mí y bajo la lluvia.

—Temo fallarle, Padre— le soy honesto, justo ahora tengo una ansiedad que recorre mi cuerpo, ¿cómo podría mejorar sintiéndome así? ¿Cómo batallaría, cada día, así?

—Temes fallarte a ti—me taja, duramente—. No tienes miedo por mí. Y, sin embargo, no soy nadie para juzgar tu tiempo, hijo. No es mi perdón el que te importa, es el tuyo propio. Tienes que entender que sí entras, puede que mejores como también puede que recaigas dentro de un mes—me señala el umbral del edificio—. Esto es sólo un lugar, allí sólo hay personas con el mismo deseo y con la misma batalla interna. Cada uno ha tenido su tiempo, Dashner. No te estoy convenciendo de que mejorarás, porque todo es un riesgo. Tienes que entrar sin expectativas, porque el camino puede ser más jodido de lo que esperas que sea.

Mis dientes se aprietan, mi saliva pasa con dureza y mis puños se cierran con una fuerza irreconocible. Deseo golpearme hasta quedar inconsciente, siento que así estaría más seguro: sedado. Ese era el efecto que me generaba la droga. Mis ojos observan mi cuerpo mojado y luego suben a los del Padre. Él cree en mí, yo también debo hacerlo.

—Lo haré, Padre.

Y así comenzó mi ascenso del infierno.




PAT VASQUEZ


Los pecados del Capellán

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