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—Megumi, para. —Satoru tomó sus manos con delicadeza, besando su dorso con algo de inquietud, las apartó con lentitud. Sin embargo, su amigo volvió a hacerlo, peinando su pelo blanco hacia atrás, llenando de pequeños y desesperados besos su rostro. —Para, por favor.

Giró la cara hacia un lado, intentando evitarle, y sujetó su cintura. Ambos estaban en su cama, uno sobre el otro, podía sentir su peso sobre su regazo, el calor que le proporcionaba con cada ligero roce. Aquella postura le ponía inevitablemente nervioso y quería, necesitaba, que se tumbara a su lado y tan sólo lo abrazara.

—Te estaba dando mimos. —Se quejó el otro, subido a horcajadas sobre él. Suspiró y se dejó caer al lado, dándole la espalda. —¿Por qué no? —Susurró, sintiendo que el albino se apegaba a su espalda para rodear su cintura. —Antes estabas triste, estaba seguro de que los necesitabas.

No dijo nada, sintiéndose culpable, ¿Megumi estaba enfadado con él? Comenzaba a estremecerle aquel tono de voz que usaba con él, como si fuera un tonto niño pequeño. Se limitó a acariciar un poco su abdomen, notando la suave tela de la camiseta de tirantes negra que llevaba, dejando al aire sus brazos y omóplatos. Depositó un suave beso en uno de sus hombros, tenso.

Había insistido en ir al apartamento de Fushiguro, ya que no quería cruzarse con su padre en casa. No pensaba volver hasta tarde y, es más, ni siquiera quería volver. Su familia le repugnaba, le causaba náuseas y le daban ganas de mudarse y no volver a verlos jamás. Aún así, pocas veces los veía, cuando le obligaban a salir de su habitación para cenar o cuando estaba obligado a acompañarles a algún sitio extraño y que no le interesaba.

Todo era una mierda, y luego estaba Megumi, que se daba la vuelta para ocultarse en su pecho con un susurro.

Si no fuera porque, horas antes, cuando habían llegado, lo había visto curioseando en su mochila de clase. No se había enfadado, el chico se disculpó alegando que pensaba que era su propia mochila. Lo rodeó en un abrazo, toqueteando su espalda con ternura. Realmente le era imposible enfadarse con aquel bonito par de ojitos azules y sus dulces labios de fresa, era tan cuidadoso.

Aquel había sido su mayor defecto, años atrás. Continuar amando aún si había golpes de por medio. Tragó saliva, ahogado en aquel súbito pensamiento.

—Satoru. —Su amigo alzó la cabeza, agarrado a su sudadera gris, metía los dedos por debajo de ella, acariciando la piel de su espalda. El vello blanquecino de su cuerpo se erizó con lo frío que estaba. —No eres un egoísta, tampoco un inútil.

—¿Qué? —Frunció el ceño, sosteniendo su hermoso rostro.

Megumi negó, aleteando sus pestañas con gracia. Parecían hechas de mariposas y polvo de hada, sus mejillas rosadas probablemente sabrían a fresa y su pelo de azabache olía a arándanos. Había podido darse cuenta de que tener a Gojō en su habitación, alejado de la enorme mansión en medio de la nada, parecía resultar más cómodo, pues se mostraba más confiado.

Rodeó su cuello con los brazos y subió hasta su altura. Hacía rato que había sustituido la camisa blanca por la camiseta de tirantes, así que no tenía que preocuparse de que su ropa se arrugara. Metió una de sus piernas entre las del otro, apegándose a su cuerpo con cariño. Aquel cielo impregnado en sus iris se mostraba expectante, a la espera de una respuesta por aquello que había soltado sin pensar.

Tan sólo imaginar lo mal que debía sentirse por las noches, desolado en su gigantesca cama, entre unas sábanas que ni siquiera eran cálidas, su corazón se encogía. Quería meterle en una urna de cristal y prometerle que nadie, nunca, volvería hacerle daño, que nadie volvería a tocarle un sólo mechón de pelo sin su consentimiento.

November with you || GoFushiWhere stories live. Discover now