0. La hora de las brujas

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Dicen que la hora de las brujas es sólo un cuento para que los niños se duerman temprano. En la casa Loredan, sin embargo, el significado de esa frase había tomado vida.

Eran exactamente las tres de la mañana cuando un estruendo, que provenía desde el sótano de la mansión, despertó a toda la familia.

Mattea, la pequeña de la casa, corría escaleras abajo saltándose peldaños de mármol reluciente, inquieta.

En el sótano, una chica de baja estatura se limpiaba concienzudamente su rostro denegrido tras la explosión.

Entre las grietas de la mesa de madera se veían ascuas encendidas. Botes rotos, probetas, buretas y pipetas sobre ella.

La muchacha suspiró aliviada al comprobar que el resto de su laboratorio improvisado estaba en buenas condiciones tras la explosión. Se arremangó y recogió su larga melena oscura en una coleta. Debía esconder los botes antes de que su familia llegase.

Sin embargo, Mattea fue más rápida.

―¡Jenavieve! ―gritó la pequeña desde el otro lado de la puerta.

Jenavieve suspiró irritada, decidió no perder el tiempo respondiendo. Rápidamente, escondió los trozos de cristales y demás utensilios bajo una inútil cortina roja y polvorienta,que colgaba de la pared. En el proceso recibió varios cortes en los dedos.

Su hermana pequeña abrió la puerta de par en par tras un par de minutos golpeándola. Jenavieve ocultó sus manos tras la espalda, observando cómo Mattea la miraba con ojos entrecerrados.

―Aquí apesta ―señaló la rubia, con su nariz arrugada.

―Apesta a niña entrometida ―masculló Jenavieve, dando un paso hacia atrás.

Mattea recoge un libro de portada negra que estaba bajo la mesa.

―¿Otra vez estabas practicando brujería?

―Dame eso ―ordena impaciente Jenavieve, que fracasa en su intento de arrebatarle el libro.

Su hermana le agarra la muñeca, examinando los cortes en sus dedos. Suspira, decepcionada y dispuesta a regañar a su hermana mayor.

―¡Jenavieve Loredan!

La grave voz resuena contra las paredes de piedra.

Un hombre alto y orondo, acompañado por una mujer rubia, se asomaba por la puerta. Mattea corre a su lado y le entrega el libro a su madre.

―¿Alquimia? ―La mujer levanta su fría mirada del libro ―¿Otra vez, Jenavieve? ¿Cuántas veces hemos de decirte que practicar brujería está prohibido?

―La alquimia no es...

―¡Silencio!

Instintivamente, la muchacha baja la cabeza al oír el grito amenazante de su padre.

―A partir de ahora vivirás encerrada en tu habitación.

―¡Pero, Padre...!

El hombre dio dos pasos hacia ella, acorralándola contra la mesa.

―Tus juegos casi nos cuestan la reputación una vez, no dejaré que suceda dos veces ―advierte, apretando la mandíbula ―. Ya eres demasiado vieja para que algún hombre quiera casarse contigo, no eres de valor para esta familia.

Jenavieve abrió sus ojos llenos de lágrimas y miró por detrás del hombro de su padre. Buscaba consuelo desesperadamente, pero sólo encontró las avergonzadas miradas de su madre y su hermana.

La AlquimistaWhere stories live. Discover now