1. Strega

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Los guijarros se clavaban en mis pies al caminar por aquella senda desconocida

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Los guijarros se clavaban en mis pies al caminar por aquella senda desconocida.

En algún momento de mi viaje elegí tomar el camino que me llevaría hacia lugares en los que nunca había estado y ahora, bajo el sol de agosto, me pregunto dónde se ha escondido el sentido de la aventura que me empujó a tomar tan tonta decisión.

Dejé caer mi bolso sobre las extensas y antiguas raíces de un sauce llorón que se alzaba a unos metros de la orilla del río. Sus largas ramas se mecían suavemente con la cálida brisa de verano, acariciándome mientras sacaba ropa y jabón del maltrecho bolso. El cantar del agua y el susurro de aquellas ramas me hacían sentir acompañada.

A pesar de las elevadas temperaturas el río era gélido. La piel se me erizó al sumergirme sin pensarlo, incluso sentí a mi corazón congelarse momentáneamente. Mi piel y mis huesos agradecieron el frío después de días caminando bajo el sol.

La espuma de aquel jabón de flores desaparecía en la corriente, pero su dulce aroma a magnolia persistía. Sin duda echaría de menos el jabón creado por las gentiles manos de Renata. Estaba segura de que no encontraría otro igual en toda Italia.

El viento se agitó repentinamente, tanto que incluso el agua del río se revolvió con ferocidad. Los largos y numerosos brazos del sauce bailaron con el salvaje aire.

Me salí del agua sin demora, arropando mi cuerpo con una manta y sentándome bajo el árbol. Un viento tan feroz era, cuanto menos, inusual en el verano. Aunque, últimamente, había oído decir a los ancianos del pueblo culpar a la guerra con los españoles de los cambios en el tiempo.

Por un momento juré que el robusto tronco del sauce temblaba tras mi espalda. Al colocar mi mano sobre él, entendí que el viento se estaba colando por algún hueco en el tronco y sacudiendo esa parte de la corteza.

A lo lejos, unos niños corrían (o más bien intentaban correr) contra el viento. Hundí mi espalda contra el árbol, evitando ser vista. Sin embargo, las rozaduras que me hice contra el tronco fueron en vano: los niños me localizaron y empezaron a hacerme señas. Pensé que ignorarlos sería el mejor remedio, pero ellos caminaron hacia mí, cubriéndose del viento con sus brazos.

―¡Señora! ―gritó el niño rubio. ―¡Tiene que irse de ahí, el árbol está a punto de caer!

El viento era tan fuerte que su voz se perdía en él. El otro niño ―notablemente más alto que el rubio― tiraba del brazo de su compañero.

A los pequeños les costaba mantener los pies en el suelo, y yo sólo podía extender mi brazo a modo de advertencia. Debían irse o acabarían volando por los aires.

En medio del estruendo y el vaivén del viento, oí cómo las raíces del árbol crujían bajo mi cuerpo. No tardé en entender por qué los niños insistían en captar mi atención: el viento estaba arrancando al árbol.

La AlquimistaWhere stories live. Discover now