Seis

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Seis: Adela

Cuando un torpe muchacho en bicicleta me encuentra atendiendo las flores del porche, y pretende cortejarme, no puedo hacer nada más que reír y sentirme orgullosa por ser la auténtica sucesora de mamá Inés. Después de todo, compartimos los caireles rojizos entre rosas, las mejillas sonrosadas de porcelana que también fueron de Lourdes ¿verdad? Ah... ¿cuándo ocurrió aquello? Debió ser después de la fatal anagnórisis, la noche del té dormido. Lo era porque aquellas mañanas Inés evadía con sus plumas el roce de su dueña bajo el sol. Incluso la persecución se tornaba difícil dentro de la pequeña jaula; un santuario sólo accesible a piecitos de ninfas y ninfetas. O lo era, hasta aquel repentino domingo, cuando los suelos de mármol se vieron profanados por Calisto, hijo y ayudante de la jardinera.

Sí. Calisto debió ser un ángel, un querubín con sus caireles rubios, la mirada verde, una boca pequeña y despistada; los nudillos lechosos irritados en la tierra y las espinas, bajo los rayos de un creciente estío. Inés, que se había asumido Melibea, se sentaba en el jardín con su sombrilla a redactar resúmenes de Historia y Literatura con su cursiva desde entonces refinada. Con esta excusa, hacía conversación durante largas horas al obrero de ademanes delicados, sobre las banalidades que comparten dos adolescentes de su edad. Una tarde, mientras bebían agua de fresa entre las flores, Inés se supo enamorada. Por primera vez. No... por segunda. Porque cuando él la invitó a pasear con timidez, ella escribió cartas, dibujó paisajes ideales a su lado, con una dedicatoria feliz y sangrante.

En las paredes blancas de un sentimiento naciente, siempre vergel para la víctima más joven, las risas diabólicas de Lourdes y sus amigas no podían entrar. En solitario, la pureza se conservaba, y por ello Inés yacía con su sombra y sus sonatas, aislada de la madre que un día tanto alabó. En cambio, fue aquella quien decidió acercarse a la muchacha recién bañada, el mediodía de su encuentro con Calisto. Alistó para ella uno de sus mejores vestidos, y peinó la melena de rojizo anémico, colocando al final una horquilla de diamantes incrustados. Una virgen de diamantes; su abominable creación, viniendo de un útero en mímesis al de Lilith. Así, la niña dorada, emblandecida por las manos de uñas largas, paseó con el muchacho entre estatuas, jardines y columpios. Un beso tenue al despedirse. El ensueño. Un ensueño que a mí no me satisface.

 Un ensueño que a mí no me satisface

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La virgen en los rosalesWhere stories live. Discover now