CAPITULO 1

2.8K 84 0
                                    

Por aquel entonces, los países europeos que poseían colonias en América concedían a las familias y a sus soldados unos vales en los que si accedían a marchar a aquella nación y convertirse en colonizadores, se les gratificaría haciéndoles propietarios de unas tierras libres.

Así fue, como mencioné al principio, la inmensa mayoría del pueblo europeo, ya bien fuera por huir de la pobreza, las guerras o la desesperación, se adentró pese a los peligros que pudieran encontrar hacia la conquista de unas tierras al oeste de lo civilizado.

Largas caravanas de carros cubiertos por hombres, mujeres, niños y ganado, se desplazarían por los senderos que conducían al Oeste, afrontando los peligros de un medio hostil y desconocido. Una de estas familias, los Mackenna, católicos de origen escocés, decidieron afrontar las grandes vicisitudes que el futuro les depararía, embarcándose en un mercante rumbo a New York en el año 1780.

 

Los primeros Mackenna llegaron hasta la costa del Pacífico, concretamente a Oregón, que fue una de las tierras que el gobierno británico del rey Jorge había destinado para una futura colonización, pero con los años, el clan Mackenna fue desplazándose hacia el sur, llegando a la baja California.

Hacia 1845, Ian Mackenna, el patriarca de la familia, después de haber amasado una pequeña fortuna, adquirió unas propiedades en esa zona.

Grandes problemas tuvo el viejo Ian para poder llevar bien sus tierras. De modales rudos casi salvajes, de pelo canoso otrora rubio, y de un porte imponente a pesar de sus casi sesenta años, un mal estaba a punto de acecharle y que tardaría tiempo en irse, la fiebre del oro.

 

Cuando llegó la fiebre del oro a California, los facinerosos, ladrones de ganado, asesinos a sueldo y una inmensa lista de perseguidos por la ley, salieron de sus escondrijos, cual osos de sus madrigueras después de una larga hibernación, causando el terror entre las gentes, quemando casas y asesinando a todo aquel que se interpusiera en su camino.

Ellos no se encontraban al margen de esta barbarie. Su hogar se encontraba muy cerca de uno de estos filones, un pequeño riachuelo producto de una de las grandes montañas de la zona, que arrastraba gran cantidad de cantos rodados y entre ellos…oro.

 

La desgracia llegó de la mano de Smart Ollerson, un pendenciero holandés junto a su banda de forajidos que ocupó las tierras de los Mackenna, arrasó sus propiedades y los despojó de todos sus bienes echándoles de aquel valle.

 

Ollerson desconocía un detalle muy importante, cuando le fueron concedidas aquellas propiedades a los Mackenna a pesar de que por aquel entonces las oficinas de las nuevas adquisiciones territoriales no estaban bien formadas, si se tenía archivo de todas las escrituras públicas de compra venta y el sello autorizado y se enviaban a diario a la oficina central de la ciudad de Sacramento.

Ian Mackenna no desesperó e intentó dialogar con Ollerson. El orgulloso escocés no quería tener problemas con nadie por el hecho de que aquellos filones de oro pasaran por sus tierras, es más le ofreció todos ellos a cambio de que los dejaran tranquilos en su casa a él y a su familia, pues no tenían otro lugar donde ir.

Pero no sirvió de nada. Ollerson quería todo, esa zona del valle era la más rica y la ley del revolver se imponía frente a este tipo de gente de paz.

Los Mackenna tuvieron que recoger sus pertrechos e irse de allí so pena de ser asesinados. El viejo Ian seguía teniendo una pequeña fortuna a buen recaudo, tanto de dinero como en oro que pudo sacar, sin olvidar que la copia de la escritura de las tierras la tenía en su poder. En ese momento su prioridad era que su familia estuviera a salvo. Recorrieron muchas millas hasta que sus pies pararon en otro gran valle, muy cerca del estado de Kansas, eso sí, siempre llevarían en su corazón el tiempo que dedicaron a crear aquel hogar que un mal nacido les había arrebatado y el apellido Ollerson siempre estaría en la memoria de los Mackenna.

Procuró que sus hijos nunca se olvidaran de ese apellido ni los hijos de sus hijos y que de alguno de ellos dependería que aquellas tierras que un día fueron de ellos volvieran a serlo de nuevo.

Pero el lema de su clan quedaría imperecedero en el dintel de la casa de los Mackenna…”Prudentia et honor”, las siglas MK grabadas en los arcones, en las jambas de los dormitorios, en algunas de las piedras con las que Ian construyó aquella casa. Se marcharían de allí, pero el recuerdo quedaría grabado a fuego en la memoria de los Mackenna.

 

SEDUCIENDO A MI ENEMIGO #02Where stories live. Discover now