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El rugido del motor de aquel precioso Porsche 718 Cayman al pisar el acelerador aumentaba su ansiedad. Sus ojos anegados de lágrimas unidos a la gran tormenta que caía esa noche, no hacían otra cosa que impedir que Valkiria pudiera ver algo a través del cristal. En la garganta tenía un nudo que le impedía hablar, lo único que conseguía era emitir sonidos guturales y vacíos. Sus manos apretadas al volante manejaban el coche a toda velocidad por las calles de Estocolmo. Eran pasadas las tres de la madrugada.

No sería la primera vez que la parase las autoridades por conducción temeraria; sin embargo, esa vez, si la cogían, no se libraría de ir a prisión unos días. Aunque el alcohol y el efecto de la heroína se habían disipado, sabía que daría positivo en cualquier control. El corazón le iba a mil y los pulmones le quemaban, pues no sentía que el aire le bajara más allá de la garganta. Tenía la boca seca y un único pensamiento en la mente: Marco.

Hacía ya tres años que Marco Cirillo les había dejado. Las drogas lo consumieron y se llevaron su vida, rompiendo el grupo de pop-rock con el que habían alcanzado la fama. Los recuerdos que aquellos días aciagos la envolvieron, transformando la tristeza en ira. Una ira que le recorría desde la cabeza hasta los pies, obligándola a pisar más a fondo el acelerador.

El motor volvía a rugir, aumentando la velocidad. Pero, en ese momento, tras el cristal por el que caía a raudales el agua de lluvia, a lo lejos, una figura achaparrada se interponía con lentitud en su trayectoria.

Los ojos de Valkiria se abrieron de par en par; y, ya fuera por suerte o por sus propios reflejos, reaccionó pisando el freno. El ruido que el Porsche hacía al frenar, unido al desgaste de los neumáticos al derrapar, bloquearon la mente del individuo que, vestido con un viejo abrigo raído y empujando un carro de supermercado lleno de trastos encontrados en la basura, se quedó mirando, en silencio y con los ojos como platos, el coche que paraba a sólo un metro de él.

Valkiria se golpeó la cabeza contra el volante, quedando semiinconsciente durante unos minutos. Un hilo de sangre caliente brotaba de su ceja derecha, despertándola del sopor en el que se encontraba. Durante unos segundos había olvidado dónde estaba, cómo había llegado hasta allí y qué había pasado.

Levantó la cabeza con pesadez, delante de ella ya no había nadie. Le costaba respirar ahora más que antes, las manos y las piernas le temblaban; había estado a punto de matar a una persona. ¿En qué clase de monstruo se había convertido?, se preguntaba una y otra vez a sí misma desde hacía ya un año. Buscó con la mano su bolso en el asiento del copiloto y sacó de dentro lo que necesitaba en ese momento: un cigarrillo y su mechero.

Trató de encenderlo, pero las manos le temblaban a horrores. Tras tres intentos pudo conseguir inhalar la primera calada que le supo a gloria. Salió del coche y miró a su alrededor. Era noche cerrada, llovía a mares y en aquella enorme avenida no había nadie. Tal vez había imaginado todo aquello, se dijo con el ceño fruncido.

Miró al cielo, dejando que el agua helada la empapara y le calara hasta los huesos. Llevaba una fina camiseta negra con lentejuelas plateadas en el pecho, una falda de cuero y unas botas de tacón altísimas que no dudó en quitarse en ese momento. Respiró fuerte y tiró la colilla mojada al suelo. Miró el Porsche con los ojos entornados, y el rostro de Marco le llegó hasta su mente. Negó en silencio, odiándose a sí misma.

—¡En esto me he convertido! —gritó al aire mientras el llanto se apoderaba de ella.

Se abrazó a sí misma, y volvió a entrar en el coche. Se sentó y cogió de nuevo el bolso de diseño negro. En él había algo más fuerte que el tabaco que podía relajarla.

Cogió la jeringuilla y la miró durante un rato. Tragó saliva y las lágrimas volvieron a brotar. Sentía un pellizco en el pecho que le impedía respirar; la boca aún estaba más seca. Se pasó la mano por la ceja abierta, el hilo de sangre seguía cayendo hasta su barbilla. Se lamió los dedos manchados para limpiarlos. Negó con la cabeza, no entendía cómo había caído tan profundo. Las lágrimas volvieron a aflorar de nuevo. Recordó entonces la primera noche que pasó sin Marco, y el vacío que invadía su corazón se intensificó, aumentando la fuerza que el pellizco ejercía sobre su pecho. Trató de respirar fuerte, pero de nada servía, pues a cada inspiración que daba, más ahogada se sentía. Necesitaba calmarse, y sólo lo podía conseguir de una manera, su cuerpo llevaba unas horas pidiéndoselo a gritos. Quitó el protector de la aguja, y se la clavó en el brazo; el pinchazo era lo más doloroso, sobre todo después del estado tan deplorable que estos tenían. Pero lo que venía después, aquella sensación de libertad, de bienestar y de total relajación, era lo que la impulsaba a seguir adelante.

Trincheras en mi vozDonde viven las historias. Descúbrelo ahora