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Los días pasaban dando paso a las semanas, y éstas a su vez a los meses. Aunque al principio de entrar en aquel centro de rehabilitación, Ágata recibía visitas y llamadas de todos y cada uno de sus amigos y conocidos, así como cartas de muchos seguidores animándola a continuar con el tratamiento, ahora, seis meses después, nadie la visitaba, nadie la llamaba y ninguna carta le llegaba por correo. Inhaló una calada suave del cigarro que tenía entre sus delgados dedos, mientras miraba de nuevo por la ventana.

Un vacío llenaba su pecho al saberse sola en aquel extraño mundo; negó con la cabeza ante la certeza de algo que ya le habían avisado. Miró a su alrededor, una habitación blanca e impoluta para ella sola, una preciosa cama de madera blanca acompañada por una mesita de noche estilo art-decó, unos preciosos lienzos enmarcados sobre el cabecero de la cama y en la pared de enfrente, encima del escritorio; bufó, no eran más que copias baratas de la que había sido una de las mejores artistas europeas. Ágata se acercó al cuadro que estaba encima del escritorio. Era abstracto, pero se podía ver la silueta de una pareja en el centro, abrazada.

Su mirada siguió paseándose por la habitación, se acercó a la mesita de noche y abrió el primer cajón, sacando de él el único objeto que le habían permitido quedarse con ella: la armónica que una vez Marco le regaló.

Se sentó en la cama y paseó sus dedos por ella, sintiendo todos y cada uno de aquellos dulces y hermosos recuerdos vividos junto a Marco. Una lágrima caía por su mejilla ante la nostalgia y la tristeza que aquellos pensamientos evocaban. El timbre del pequeño teléfono que conectaba con la centralita la sacó de su ensoñación.

—¿Sí?

Señorita Schmollend, tiene visita.

Un pellizco nervioso se coló en su estómago, haciendo que olvidase la tristeza, los recuerdos y todo lo malo vivido. Él estaba allí, y venía a verla, como cada semana hacía. Una sensación de calma y sosiego se apoderó de su corazón, dándole fuerzas para seguir unos días más. Se levantó rápida, se puso unos vaqueros y cogió su jersey gris perla de lana; a Ágata no le gustaba que la viera con el pijama del centro, deseaba que la viera siempre perfecta. Entró en el pequeño baño privado, se lavó la cara y se recogió la melena en una coleta alta. Sonrió ante su reflejo, nerviosa como una quinceañera antes de su primera cita.

Cogió la armónica y la guardó en el bolsillo trasero de su vaquero, se calzó sus Converse azul cielo y salió en busca de aquel hombre que levantaba su corazón y le daba fuerzas para seguir. En el último pasillo, antes de acceder al jardín, donde sabía que él la esperaba, Ágata decidió pararse frente al enorme espejo que allí tenían. Se miró de frente, no era una chica muy alta, pues no superaba el metro sesenta de estatura, pero había mejorado mucho en aquellos seis meses. Su melena rubia brillaba de nuevo suave y bien peinada. Había recuperado algo de peso, y los huesos de las clavículas y las caderas ya casi no se notaban; su piel ahora tenía más color y casi no tenía ojeras. Aunque su mirada, que antes enamoraba por la mezcla extraña de un iris verde y ámbar muy claro, ahora era triste, y los efectos de la heroína aún los sentía en el cuerpo, pues los dolores, calambres y espasmos aún continuaban a pesar del tratamiento. Respiró hondo. Lo estaba consiguiendo, y él la estaba ayudando.

Giró sobre sus talones y se encaminó de nuevo con la cabeza bien alta, orgullosa de todos sus logros. Tal y como él siempre le pedía. Salió por la enorme puerta, bajó las escaleras de piedra que daban al jardín y lo buscó con la mirada.

El enorme jardín era precioso, tenía flores y arbustos y una preciosa fuente con ángeles en el centro, cuya agua al caer siempre relajaba a los pacientes. A Ágata le encantaba sentarse a leer sobre ella, pues el sonido del agua al caer le traía paz a su herido corazón. Mesas de metal blancas y sillas para los visitantes rodeaban la fuente, en una pequeña plaza de adoquines que era bordeada por los parterres que los pacientes del centro de rehabilitación, entre ellos Ágata, se esmeraban en cuidar y adecentar a diario. La chica sonrió orgullosa de su trabajo en aquel jardín.

Trincheras en mi vozDonde viven las historias. Descúbrelo ahora